Una de las ventajas de estar lejos del lugar en donde se encuentra la plaza pública de la política (incluso cuando esa plaza es virtual) es que la distancia te permite una visión panorámica. Ver más allá de lo inmediato no es una cuestión de tiempo, pues. Mejor, es una cuestión de espacio.
En el torbellino de propuestas vacías y promesas vagas, de repeticiones y las mismas cuestiones de toda la vida, el ciudadano que se encuentra en medio de la tormenta no tiene el espacio suficiente para verse a la distancia, para entender más allá de lo que está a la mano. Desde ahí resulta el lugar de la decisión de votar o no por alguien, por la conveniencia que sea, valga notar.
Desde acá, el panorama se puede ver distinto porque hay menos en juego. ¿Por qué opinar entonces? Por el puro corazón de estar partido entre la casa y la otra casa, como buen migrante.
Para decirlo pronto: nadie vale la pena. Nadie. Ningún candidato/a merece absolutamente nada, menos la confianza ni el voto de los ciudadanos. ¿Pero cómo? Así mismo, hagamos otra pregunta seria: ¿cuál es el objeto de tener un cargo público realmente? Dicho de otro modo: ¿para qué ocupar un puesto de elección popular en medio de la tragicomedia que es México y Sonora? A mí, de plano, lo que me da es pura tristeza.
Una forma de responder a esta pregunta en dos partes es hablar no de lo que dicen sino de cómo dicen sus argumentos los candidatos (que después todo el mundo repite). El discurso vacío, del que he escrito antes aquí, se gesta en función de puros eufemismos (decir una cosa por no decir otra). El mejor ejemplo es el de “la inseguridad”.
Desde que se desató la mal llamada “Guerra contra el Narco”, hemos estado jugando con el discurso de los buenos y los malos. “Los buenos somos más” o, “ahí van los malitos”, o “andaba en malos pasos”, o “vamos a sacar al ejércido de/a la calle”. Todo esto es, válgame, lo mismo que se resume en la palabra “inseguridad”. Lo conveniente del asunto es que quien controla la narrativa de lo que está pasando en México y en Sonora es también quien dicta la forma en la que hablamos sobre nuestras tragedias. Déjenme me explico.
Cuando hablamos del problema de inseguridad, hablamos de todo sin decir nada. Esto es, hablamos de los muertos diarios, de las mujeres desaparecidas, de las fosas comunes, de los robos, de los secuestros, de los infanticidios, de los cobros de piso, del abuso de poder, de la falta de transporte confiable, de la falta de infraestructura inclusiva, de la contaminación del agua, de la falta de agua, del ecocidio, y un interminable ocaso que sería imposible de narrar. Por eso, así en pasivo, repetimos el eufemismo de la inseguridad como si fuera una forma de protegernos de lo visceral del asunto.
El problema está en que esto nada más le beneficia a quienes controlan la narrativa, a los que ostentan el poder. Con el poder no me refiero a lo político, me refiero precisamente al discurso. Aquí es donde vuelvo al inicio de este texto: la forma de responder la pregunta sobre cuál es el objeto del deseo de aquellos que compiten por el voto de un ciudadano que no puede ver su realidad es analizando el discurso.
Lo que quieren las y los políticos es el poder de una maquinaria que pocos más tienen: el mismo poder del discurso, de forjar la realidad a través de los eufemismos necesarios. Otros dirán que el discurso es también la forma de resistencia ante el poder, y tendrán razón. Pero a fin de cuentas, lo que los lleva a prolongar la vida pública que añoran o que ya tienen es la capacidad de producir y administrar la maquinaria más poderosa que conocemos, la tecnología más irremediablemente incisiva de lo político: la palabra. Lo demás es pura consecuencia.
Dr. Bruno Ríos