Columna Política y Medios
Hace 40 años en 1981, Fernando Valenzuela robó con una mirada al cielo y un lanzamiento tan desconcertante como su meteórico ascenso, aquel mes de abril del beisbol de las Grandes Ligas.
Nadie esperaba que el joven novato de apenas 20 años, tan callado como travieso, al que le encantaba en su tiempo libre ver los dibujos animados como si en Etchohuaquila, no hubiera televisión (muy probablemente no había en su infancia) se le otorgara la distinción de abrir el juego inaugural ante los Astros de Houston, sustituyendo por lesión, al estelar Jerry Reuss.
Ese 9 de abril a Valenzuela le valió gorro que Tom Lasorda le hubiera presentado a Frank Sinatra en el vestidor de Dodger Stadium, ni sabía quién era el personaje, tampoco parecía importarle. Se aventó frente a todos los peloteros, periodistas e invitados, una siestecita sobre la banca antes del partido, despertando cuando ya había cerca de 50 mil aficionados en el inmueble.
El zurdo se puso el guante, se fajó el faldón del uniforme, apretó su cinturón, amaró sus spikes y venció con pasmosa facilidad a la escuadra de Houston 2 carreras contra cero, tirando toda la ruta, ponchando a media decena de oponentes y recibiendo una gran ovación, antes de sumergir en una gran cubeta de agua con hielo su ardiente brazo de lanzar, un ritual que repetiría casi con exactitud durante sus 8 primeras salidas, blanqueando en cinco ocasiones y ganando todas y cada una de sus decisiones.
Pero la “Fernandomanía” se extendió mucho más allá de aquel 18 de mayo cuando las masas se dieron cuenta de que no era una divinidad, ni era producto de ningún acto de hechicería sincretista transnacional de la sufrida tribu Mayo que veía a su hijo más célebre caer por primera vez ante los entonces campeones del mundo, los poderosos Filis de Filadelfia.
El toletero Mike Schmidt le conectó aquella noche descomunal batazo para hundir sus aspiraciones y las de 52 mil, 439 aficionados que deseaban sacar a Valenzuela en hombros por novena ocasión consecutiva. Pero sus seguidores no se desalentaron, tampoco la fiesta paró allí, continuaría por meses en las calles, en las plazas de los barrios mexicanos y en millones de hogares en México que seguían cada una de sus actuaciones en televisión acompañado de la poesía pelotera de Pedro “El Mago” Septién, las ocurrencias de Sonny Alarcón y el debut televisivo de Antonio de Valdés.
Es curioso, pero la primera transmisión no oficial de la televisión mexicana la realizó Canal 2 el 21 de marzo de 1951 fue un juego de beisbol que se escenificó en el desaparecido parque Delta de la Ciudad de México, con la narración del antes mencionado Mago Septién. Aquella tarde se enfrentaron los Diablos Rojos y el Águila de Veracruz, pues bien, si la memoria no me falla, la última vez que el mal llamado “Canal de las Estrellas”, transmitió un juego de pelota fue la tarde del sábado 11 de junio de aquel año del 81 cuando en San Luis, los Cardenales derrotaron 2 carreras a 1 a Valenzuela y los Dodgers, obligando la suspensión de la habitual película de Pedro Infante que se transmitía religiosamente en aquel horario estelar vespertino de fin de semana.
El fenómeno de la “Fernandomanía”, fue más que deportivo, en mayo de 1959, los propietarios de los Dodgers tal como lo relata el historiador Eric Nusbaum en su reciente libro “Stealing Home” o “Robándose la Casa” despojaron de su hogar con lujo de fuerza y una represión feroz a cientos de familias mexicanas, para construir sobre las colinas del barrio de “Chavez Ravine”, muy cerca de la histórica “Plaza Olvera” el mítico “ Dodger Stadium”.
Lo anterior ocurrió apenas 22 años antes de la gran temporada de Fernando, el sonorense, despertó entre miles de mexicanos resentidos por la vejación sufrida por los grandes intereses económicos que encarnaban la franquicia de los Dodgers, un sentimiento de orgullo racial que hizo que abrazaran al equipo como si siempre hubiera sido suyo, un maridaje que tal como lo vimos en medio de la gran celebración chicana por su título mundial en 2020, continúa con gran fuerza hasta nuestros días dejándole la batuta a nuevos ídolos aztecas como Julio Urías y Víctor González.
Valenzuela ganó todo en aquel año, el título de novato del año, el Cy Young, el bat de plata, así como su anillo de Serie Mundial cuando en el clásico de clásicos, vencieron a los Yanquis de Nueva York.
En noviembre de 1981 regresó triunfante a al Héctor Espino de Hermosillo cuando en noviembre de ese año, por compromiso, más que convicción alguna, acompañó la gira por Sonora del entonces candidato del PRI a la presidencia, Miguel de la Madrid ante un estadio abarrotado. El partido estaba programado originalmente en Navojoa, pero se jugó en Hermosillo, la fanaticada agotó el boletaje para ver a Fernando, aunque fuera por minutos, no al candidato. Fernando en febrero de 1982, después de jugar en invierno con Mayos, reforzó al campeón Naranjeros en aquella inolvidable en lo emotivo y absolutamente olvidable en lo deportivo, Serie del Caribe, Hermosillo, 82, venciendo en el juego inaugural 14 por cero a los Leones de Ponce de Puerto Rico.
Ese año de 1981, ha sido para mí, uno de los años más fantásticos que recuerdo de mi vida, lo recuerdo con gran emoción, fue el año en que Fernando puso a sus pies al deporte más tradicional del imperio y demostró que un humilde muchacho de una pequeña comunidad indígena tenía el poder de seducir a todo el mundo beisbolero y de sanar, más no olvidar, las profundas heridas que la invasión de Chávez Ravine, dejó entre nuestras comunidades en el exilio. Hoy el número 34 de Valenzuela se sigue portando con dignidad en las espaldas de las nuevas generaciones, mientras que, de vez en vez, se siguen escuchando en voz de sus padres, de sus tíos, de sus abuelos, las grandes historias de aquella intensa y contagiosa fiebre que recorrió festivamente la gran ciudad de Los Ángeles, apenas 40 años atrás.
Amílcar Peñúñuri Soto
Doctor en ciencias sociales, profesor de la Universidad de Sonora, periodista independiente, director de Política y Rockanroll Radio, 106.7 FM.
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