Columna Y sin embargo
Como muchos otros mexicanos, voté por AMLO en el 2018 porque estoy convencido de que México necesita una transformación estructural, un cambio que saque del atraso a la mitad pobre del país; consideré que había que darle el beneficio de la duda y darle una oportunidad. Pero ahora, tres años después, sigo estando convencido de que México necesita la transformación, pero AMLO no nos lleva a esa transformación. Su camino va más bien hacia la concentración del poder en su persona; un camino muy cuestionable que no conduce a la transformación deseada.
La transformación de México
El Estado méxicano tiene un problema estructural; les da mucho a pocos y a otros los deja con las manos vacías. Este problema tiene mucho que ver con nuestra historia colonial y con las diferencias raciales, pero también con el modo como se ejerce el poder y en el enriquecimiento a través de la política. Las grandes diferencias entre los mexicanos tienen que ver con una cultura de discriminación racial, pero también con instituciones y políticas públicas fallidas y deficientes. Tenemos educación, salud de primera y de segunda, privada y pública, empleos formales e informales que propician la existencia de dos países distintos; el México de la clase media educada de ciudadanos con derechos y el México de los informales sin seguridad social que sobreviven o que emigran. En México es normal la paradoja de tener empleo y seguir siendo pobre; pero también la paradoja de acercarse al poder y hacerse rico de manera “inexplicable”. La política, la corrupción y el crimen organizado se han vuelo la vía más rápida para salir de pobre.
No sé si sea la cuarta, pero México necesita una transformación social. AMLO sedujo al electorado en 2018 porque estabamos hartos de la corrupción, porque nos prometió la transformación social y nos pintó un país más igualitario y sin corrupción. Sin embargo, sus acciones no nos llevan en esa dirección.
El poder de AMLO
El problema de AMLO no son sus ideas, sino sus acciones y su poder; su alergia a la crítica y los contrapesos. Oscila entre la genialidad y la locura. Lo mismo puede cancelar privilegios fiscales a los grandes empresarios que rifar un avión sin avión. Hace frecuentes actos de prestidigitación para crear realidades alternas que pronto se desmoronan. Su fuerte es crear esperanza, pero no resultados. Cambia estados de ánimo, pero no la realidad.
Sus políticas más efectivas son las que se quedan en lo simbólico, pero que no cambian en nada la realidad del México de abajo: baja sueldos, cancela la residencia de Los Pinos, exige al Papa y al Rey de España que se disculpen, viaja en avión comercial, etc.
Pero sus políticas contra la corrupción, la inseguridad y la pobreza se aprecian fallidas y no van a dar los resultados esperados. El combate a la corrupción es selectivo y se usa como arma política, depende de su juicio personal y no de las instituciones de justicia; perdona a los suyos y condena a los adversarios. El combate a la inseguridad se basa en la creación de una Guardia Nacional que no se ve cómo reduzca ni a la violencia ni al crimen organizado. La lucha contra la pobreza se basa en los programas sociales que están bien pero no resuelven el problema de fondo ni son sostenibles sin una economía fuerte. Para acabarla de amolar, la economía no levanta; la inversión privada y la extranjera van a la baja y no se ve cómo pueda mejorar la inversión y el empleo en lo que queda del sexenio.
Tal vez lo más grave es que destruye instituciones autónomas y acumula poder personal. Históricamente está demostrado que la centralización y acumulación del poder no conducen a nada bueno para la mayoría de la población ni resuelve problemas sociales. Es hora de ponerle límites y contrapesos a la acumulación de poder.
Nicolás Pineda.