A menos de un año de la primera muerte por covid en América, la mayoría de los pronósticos realizados sobre la pandemia desde fuera de la epidemiología resultaron fallidos.
Políticos, comentaristas de la actualidad, instituciones dedicadas a la predicción económica, subestimaron la dimensión del problema o sobreestimaron la capacidad de los Estados para enfrentar una situación desconocida.
El fallecimiento oficial número un millón en América llega con mayor conocimiento —y en algunos casos humildad— ante la incertidumbre, pero también trae aprendizajes que nos permiten dibujar el camino que ha recorrido el virus hasta aquí.
Desde el comienzo de los contagios comunitarios, las olas epidémicas han tenido una forma notablemente similar en Europa, EE UU y Canadá: un poco más adelantadas en el Viejo Continente, algo más pronunciado el primer pico allí y el segundo en Norteamérica, pero esencialmente paralelas en sus aumentos salvo por el brote intermedio que experimentó Estados Unidos durante el verano del Hemisferio Norte.
En América Latina y el Caribe, sin embargo, la primera ola subió más tarde y más despacio. También bajó mucho más lentamente: la región fue de pico regional en pico regional de mayo a noviembre, cuando logró un pequeño respiro que llegó apenas hasta el último mes del año. Ahora, el repunte ha vuelto.
Lo primero que explica esta variación es la estrategia diferenciada europea, también canadiense y de algunos Estados de EE UU: el éxito o fracaso en la supresión del virus. El debate central de política pública en febrero, marzo y abril de 2020 se centró en si era conveniente, o siquiera posible, eliminar por completo las cadenas de contagio dentro de un territorio determinado (suprimir).
La posición contraria, o escéptica, era la mitigación: para algunas voces, el coste de la supresión a través de confinamientos era excesivo para el efecto que podía producir; para otras, era sencillamente inviable entre poblaciones con alta incidencia de pobreza, con millones de hogares que necesitaban trabajar al día para sobrevivir.
Europa, en esencia, implementó la supresión (con excepciones como Suecia): así se refleja en el descenso a números ínfimos de contagios entre julio y septiembre.
En Norteamérica, la implementación fue desigual. Canadá se pareció a Europa, al igual que Nueva York. No fue así en muchos otros territorios, entre ellos aquellos que siguieron la directiva trumpista, donde el virus sigue circulando y que hizo a EE UU superar los 25 millones de contagios este domingo. En ninguno, el número de enfermos siguió la curva que exhibieron la mayoría de países de México hacia el sur.
Allí, el contagio sostenido pero “aplanado” lo produjo la mitigación. En algunos casos, fue una estrategia escogida conscientemente desde el principio por las autoridades (Brasil, México) y en otros asumida como inevitable ante el desborde de casos pese a las cuarentenas estrictas (Perú es quizás el ejemplo paradigmático).
Cuando se observan los resultados agregados, acumulados en todo este tiempo, la primera imagen puede parecer sorprendente: el número de muertes per cápita es sensiblemente mejor en América Latina que en Europa o, sobre todo, Estados Unidos y Canadá. Ahora bien: esta cifra no significa un éxito, sino más bien refleja el modo en el que la región, con sus particularidades y contextos propios, ha acusado el golpe de la pandemia.
Primero, no se puede cantar victoria ni sacar conclusiones generales cuando los números son parciales: mientras nos encontremos en mitad, y no al final, de la pandemia.
Es posible que las estructuras institucionales comparativamente más débiles de la región hayan producido un infra-conteo de casos más agudos. Es muy factible que, cuando dispongamos de inmunidad colectiva gracias a la vacuna y saquemos cuentas finales, queden más muertes reales por covid no confirmadas oficialmente en Perú, Ecuador o México, que en Italia o Canadá.
Estos tres países, de hecho, encabezan la clasificación de otro indicador, aún parcial y difícil de comparar a día de hoy, pero que a futuro nos dará la regla de oro comparativa: exceso de mortalidad.
Muertes por exceso, muertes más jóvenes
El exceso de mortalidad es el número de personas de más, con respecto a la media esperada, que han muerto en un lugar específico en un periodo de tiempo determinado.
Si, por ejemplo, los datos de años inmediatamente anteriores indican que en un país murieron en promedio 100.000 personas entre marzo y noviembre durante la década pasada, pero en 2020 fallecieron 150.000 personas, esos 50.000 decesos “extra” se consideran exceso de mortalidad, en este caso atribuible a la pandemia. No necesariamente al contagio, aunque sí en mayor medida: también puede haber un número considerable de fallecimientos porque han empeorado el acceso a salud (al estar los recursos concentrados en atender la covid) y las condiciones económicas o sociales.
Con esta métrica, el número de muertes “extra” acumuladas en Ecuador el año pasado llega a 34.000 hasta final de septiembre; en Perú, llega a 84.000.
Ambas cifras son bastante superiores al número oficial de muertes por covid en estos países (14.300 y 38.700, respectivamente), lo que indica que, en efecto, hay problemas de confirmación y registro de las muertes por covid-19 y quizás también excesos por razones de contexto, pero no de contagio.
Este indicador apunta además a otro factor crucial a la hora de calibrar y comparar muertes por región: Europa, EE UU o Canadá pueden tener una cantidad mayor de muertes per cápita a causa del coronavirus, pero ello se debe también a que tienen poblaciones más envejecidas.
Como la enfermedad afecta mucho más intensamente a las personas de mayor edad, este ratio superior era esperable. Sin embargo, si medimos en función del exceso de mortalidad contra los niveles esperados, los países con ciudadanías menos envejecidas —que pese a ello muestran altas diferencias— abarcan en estas cifras a muchas más personas que habrían estado, por así decirlo, más lejos de la muerte si no fuera por la pandemia.
El efecto lo vemos claro en las estructuras de edad del exceso de mortalidad. Si comparamos a México con España, por ejemplo, durante sus respectivas primeras olas: en el caso español, la mayor tasa de exceso se presentó entre las personas de 70 años en adelante.
En el mexicano, sin embargo, fue para la mediana edad (de 45 a 64 años): un 63% hasta el 26 de septiembre respecto a años anteriores.
Diciembre, más que nueva cepa
En teoría, esta mayor prevalencia de casos para América Latina debería venir acompañada de menos acelerones del virus: al fin y al cabo, el contagio pasado produce un cierto grado de inmunidad contra contagios futuros, ralentizando y dificultando las cadenas de contagio.
Sin embargo, en la práctica, la región se está viendo inmersa en una nueva ola que comenzó a crecer a finales de diciembre y apunta a llegar a su cumbre entre enero y febrero. Se trata de un reflejo de las que comenzaron y aún se mantienen en Europa (octubre) y sobre todo en Norteamérica (noviembre).
En ambos casos, es posible que el clima haya tenido que ver, además de la mayor disponibilidad de casos susceptibles (sin inmunidad): el invierno del norte mueve los contactos a espacios interiores, con menor distancia física y sobre todo menos ventilación, favoreciendo así el contagio del virus.
Ahora bien: si en el sur no existe la dificultad climática, y si además el stock de personas susceptibles al contagio es menor, ¿a qué se debe este rebrote que ha llevado a superar el millón de muertes oficiales? Algunas autoridades en la región no se han demorado en buscar responsabilidades entre las mutaciones del virus.
El SARS-CoV-2, como cualquier otro virus en circulación, muta con relativa frecuencia. La inmensa mayoría de estos cambios no tienen mayor impacto en la pandemia.
Pero en los últimos meses los sistemas de vigilancia genómica han llamado la atención sobre algunas mutaciones que podrían ser significativas.
Una de ellas se localiza sobre todo en el Reino Unido, donde ya es la variante predominante, y parece bastante claro que aunque no produce enfermedades más severas ni va a esquivar la efectividad de la vacuna, aunque sí se ha comprobado que contagia más rápido.
Hay otra variante bajo estudio en Manaos, el corazón de la Amazonia brasileña. No existe ningún indicio de que estas variantes sean dominantes en países que sufren fuertes rebrotes en la región, como Colombia.
Pero ello no impidió que, por ejemplo, la alcaldía de Bogotá atribuirse el pico actual en la ciudad a la llegada de la variante británica. Ante la ausencia de evidencia, remarcada por las autoridades epidemiológicas colombianas, el foco analítico y político se movió al aumento de interacciones sociales de diciembre, una causa mucho más probable mientras no se demuestre la expansión de nuevas cepas.
Diciembre es un mes de encuentros en todo el hemisferio occidental, pero lo es con particular intensidad en América. Al norte, el ciclo de reuniones familiares y desplazamientos se inicia con Acción de Gracias, en la última semana de noviembre; y se extiende hasta el cierre del viejo año.
Al sur, es hacia mediados de diciembre, cuando el inicio de las fiestas se combina con el de las vacaciones en muchos lugares, ya que los países más australes entran en verano. La temporada comercial y turística se une a las costumbres de los encuentros entre hogares.
Todo ello se ve reflejado de una manera curiosa en los datos que Google recoge y ofrece semana a semana de desplazamientos en la región por distintos motivos.
Se observa un aumento sostenido que en el caso del comercio se vuelve más pronunciado en la primera semana de diciembre. Pero cae desde la segunda, probablemente por la reintroducción de ciertas restricciones en algunas partes del continente (Chile, Panamá).
Ahora bien: esta reducción dura poco; en el caso de comercio y ocio, apenas hasta justo la semana de Nochebuena y Navidad.
Mientras, aumentan los desplazamientos hacia las residencias, lo que indica posiblemente encuentros familiares.
Resulta sencillo cargar exclusivamente la responsabilidad de estos rebrotes en los hombros de la ciudadanía, pero también engañoso.
Las personas y los hogares toman decisiones de acuerdo con la información y previsiones que establecen las autoridades competentes, a las que se les presupone previsión, cautela y consulta con expertos.
Aún así, países como Bolivia, Brasil, Colombia, Guatemala o Perú muestran relajación de restricciones alrededor de diciembre, en muchos casos (particularmente los países andinos) para volver a introducirlas hacia enero.
En el ejemplo más extremo, el de la Ciudad de México, el New York Times denunció que las autoridades habían manipulado los datos de contagio durante diciembre para evitar la declaración de emergencia mayor, definida allí como “semáforo rojo”.
Las señales son por tanto confusas, y la responsabilidad está necesariamente repartida entre gobernantes y gobernados.
Mientras América entera espera una vacuna que se implementa de manera más lenta de lo deseable, las herramientas para navegar los meses que quedan hasta la inmunidad grupal se observan a la vez viejos y poco usados.
Además, hay que lidiar con el efecto (muy real) de la fatiga pandémica. Pero, tal vez, llegar a una cantidad de muertes que pocos se atrevían a prever pueda servir para demostrar las cosas que definitivamente no funcionan: crear expectativas erróneas minimizando riesgos, dibujando horizontes cercanos pero imposibles, incluso ocultando o tergiversando información para ello; o no tomarse en serio ni dar el ejemplo con las medidas que se han ido comprobando como efectivas, las únicas que sabemos que pueden ayudarnos a navegar los meses que quedan hasta la inmunización completa por vacuna, sin recurrir cada dos por tres a cuarentenas que ya nadie esperaba: ventilación, distancia, cubrebocas, rastreo de casos, aislamiento individual, y apoyo a quien lo necesite.
Información tomada de www.elpais.com