Estaba en una habitación ajena acostado en una cama de tamaño individual, acomodada a 30 centímetros laterales de una ventana con vista al patio; vista que al mismo tiempo es obstaculizada por las ramas de un árbol exterior colindante con la ventana.
Aproximadamente eran las 6:30 de la mañana del jueves 31 de diciembre del 2020 y los pájaros comenzaban a cantar. De una de las ramas gruesas de ese árbol cuelga la jaula de un perico que no quiere repetir palabras porque prefiere piropear con un chiflido. A su manera estridente, ese perico acompaña el canto del resto de las aves.
El canto me despertó con recuerdos de cuando estudiaba la preparatoria; aún vivía en Hermosillo y desde el que fue mi cuarto muchos años también se podía escuchar por las mañanas el canto de los pájaros.
Entonces yo sufría de insomnio -mi némesis histórica- y era una persona fácilmente irritable, por lo que el canto no me parecía melodioso, sino un ruido insufrible. En específico, esas reminiscencias eran sobre mi padre. Uno de esos días de época preparatoriana mi papá fue a despertarme por la mañana, y a lo mejor leyó mentalmente mi malestar emocional y me lo dejó claro aconsejándome que escuchara con atención el canto, pues se trataba de Dios “hablándome”.
Mientras escuchaba el canto de fin de año, recordé el consejo de mi padre y traté de “comprender” lo que los pájaros tenían que decir. Obviamente no comprendí nada, “escucharlos” buscando un mensaje oculto es una cursilería, pero me entretuve realizando una actividad retrospectiva.
Los pájaros me regresaron de mi ensueño, de la etapa de inconsciencia que por naturaleza compartimos y en la que aceptamos el papel de sujetos pasivos ante el acontecer universal, para ponerme a pensar acerca de si tenía algún propósito para el próximo año y aquí es donde se complica mi narración.
Haré mi mayor esfuerzo posible por darle unidad a este escrito, pero debo empezar afirmando que la desidia no es un elemento del carácter que uno deba confesar públicamente, no obstante, y en un arranque de confianza ingenua pensando que lo que escriba no será utilizado en mi contra, debo aceptar que cuando se trata de sentarse a escribir estas líneas semanales soy una persona sumamente apática.
No sé por qué me sucede, pero siempre es más fuerte el sentimiento que me obliga a abandonar mis intenciones de conceder la seriedad necesaria a esta actividad que supuestamente me gusta mucho, de darle el tiempo que merece si quiero tenerlo a usted, amable lector, leyendo estas líneas. Además del imperativo moral de comunicar claramente lo que pienso vale el quebranto del silencio.
De esas reflexiones surgió el buen propósito para este año de esmerarme en el proceso de escritura de estas líneas. Podría ser hasta terapéutico, aunque he de decir que este primer intento fracasó; es martes por la noche y aún no concluyo.
Lo que debo hacer para estar satisfecho con el intento por cumplir el propósito es lograr escribir el siguiente texto el mismo día que se publique el previo. Así tendría más días para experimentar con la estructura, redacción y ortografía de lo que haya logrado en el primer borrador.
Aunque pensándolo bien, previamente en el año sí había dedicado unos minutos en diciembre a pensar en un propósito, fue durante una visita a la librería “El Péndulo”, donde curiosamente me encontré con un título que llamó mi atención.
“La mente bien ordenada” de Edgar Morin, un pensador francés del que escuché porque fue parte de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial, a la que mi antiguo escritor favorito, Albert Camus, fallecido el 4 de enero de 1960, también perteneció.
El título captó mi interés porque pensé que si de algo tengo necesidad, es de tener una mente bien ordenada. Pensar en muchas cosas intrascendentes y banales, y conceptualizarlas como “preocupaciones” es altamente nocivo para la salud emocional y no te permite tomar decisiones prácticas, libres de toda intencionalidad, excepto la de resolver efectivamente.
Bueno, en todas esas cosas andaba pensando a propósito del consejo de mi padre, que este 4 de enero de 2021 cumple su décimo aniversario luctuoso. Concluí dos cosas: que ese Dios hablándome del que me advertía mi padre es la oportunidad de despertar admirando la Gracia de la Naturaleza y que mi papá era un laico de sepa.