“No hay que temer nada en la vida, sólo hay que entenderlo. Ahora es el momento de entender más, para que podamos temer menos” (Marie Curie).
Bueno, ya ve usted que la epidemia de covid-19 amenaza con rebrotes y una renovada vigencia en Europa a pesar de las medidas restrictivas, así como en Estados Unidos con el aislamiento de poblaciones completas, como es el caso reciente de California, y las previsiones que se están tomando en el condado de Santa Cruz en Arizona.
Lo cierto es que se ha buscado torcerle el brazo a la realidad y pretender soslayar que las oleadas epidémicas han estado asociadas a la movilidad social, producto de necesidades tanto económicas como culturales: la economía tiene que seguir su marcha con la reapertura de los negocios y el mantenimiento de los empleos porque está históricamente comprobado que nadie vive solamente de aire.
Las relaciones sociales de producción se explican por la forma y condiciones en que los seres humanos se ponen en contacto para producir bienes y servicios y es un hecho que sin interacción humana la sociedad no se construye ni desarrolla, pero debemos considerar, dadas las circunstancias, el potencial de reestructuración social que tenemos gracias a la base científica y tecnológica disponible.
Por otra parte, cargamos con el peso de costumbres y tradiciones que nos obligan a interactuar en determinadas fechas y lugares con nuestros semejantes, sean parientes o amigos, compañeros de trabajo o vecinos y conocidos: asistimos a posadas, celebramos cumpleaños, festejamos la navidad, el año nuevo, acudimos a misas y otras actividades religiosas, políticas o sociales durante el año.
La reunión para tomar el café o algunas bebidas de bajo o alto contenido alcohólico, el desayuno, la comida o cena de trabajo, o el convivio amistoso no planeado forman parte de las costumbres del mundo que hemos construido más allá de las paredes de la oficina, taller o recinto dedicado a la actividad laboral.
Nuestra capacidad para relacionarnos con los demás se ha considerado asunto de civilidad, de conducta política y socialmente correcta, hasta que nos enteramos de que la proximidad y el contacto personal nos pueden enfermar y, eventualmente, matar. Somos seres sociables, gregarios por naturaleza, pero una epidemia llevada a niveles de pandemia nos obliga a replantear nuestras necesidades, el espacio y las relaciones personales.
En estos tiempos, el contacto físico puede ser peligroso y se aconseja guardar la “sana distancia” y asumir que una distancia menor a 1.5 metros puede ser riesgosa para la salud, y nos enteramos que al hablar, toser o estornudar estamos mandando gotitas y aerosoles potencialmente portadores del virus Sars-CoV-2, causante de la temible covid-19, la enfermedad que trae de cabeza a todo el planeta.
Así pues, los apretones de mano, los abrazos, besos y apapachos revisten la nueva calidad de arma potencial que puede ser usada para joder al más próximo. Si quiero bien a alguien lo mejor es guardar distancia, de lo contrario lo pongo en riesgo o me pone en riesgo.
Ahora se empieza a apreciar el valor del espacio personal, el cuidarse de recibir secreciones ajenas y defender la salud de cualquier amenaza invisible pero presente, real aunque microscópica, de suerte que el aprecio por la higiene y las previsiones de la ciencia son el reducto seguro para conservar el alma pegada al espinazo.
Tras la carga emocional de encontrarse en riesgo de contagio, la sociedad da por buenas las medidas que nos alejan físicamente de los demás, y entendemos que el distanciamiento social es una barrera protectora de la salud, aunque algunos apuntan que las enfermedades mentales tienen una mayor incidencia gracias al aislamiento, como que no estamos tan acostumbrados a una mayor convivencia con nuestra memoria y nuestra conciencia.
La inercia, las costumbres, los hábitos cultivados por todos en aras de una mayor y mejor convivencia social se ponen frente a la prevención de enfermedades y la defensa de la salud en una disyuntiva clara: o dejas el contacto físico para después o cuidas tu salud ahora.
Estando así las cosas, el bicho microscopio causante de la epidemia que aún no tiene tratamiento comprobado nos ha cambiado la vida, las costumbres y la idea de convivencia social, y nos ha hecho reflexionar seriamente acerca de la fragilidad humana y de cuán fácil es romper el equilibrio entre la salud y la enfermedad.
Lo anterior nos lleva a pensar que, a la luz de la cultura y la sociabilidad, el actual coronavirus es un bicho de naturaleza antagónica a las formas de relación humana convencional, y nos marca el tiempo de replantear nuestra vida cotidiana y la idea de convivencia social.
De acuerdo con lo anterior, queda claro que estas fiestas decembrinas deberán celebrarse con austera intimidad doméstica, que las visitas familiares y amistosas no son recomendables y que los destinatarios de nuestros afectos deberán conservarse a prudente y sana distancia. La cordialidad del contacto físico deberá ser suplido por la calidez e intencionalidad de la palabra.