Su pudiéramos resumir esta novela corta a tan sólo una de sus características, lo que yo diría es lo siguiente: El ciclista es una apología del sufrimiento.
Una de las consecuencias más inesperadas de la pandemia, por lo menos para mí, ha sido el boom del ciclismo en el mundo. Esto es, la bicicleta se ha convertido en una especie de escape ante los riesgos que implica el transporte público masivo, en especial el metro y los autobuses en ciudades de alta densidad poblacional. La pausa, pues, se ha traducido en una demanda sin precedentes para la industria del ciclismo, una demanda que responde a una solución muy elegante para nuestros problemas más obvios. La bicicleta es, pues, una máquina que resuelve la necesidad de ejercitarnos (una necesidad que malamente nos han dicho que se resuelve con los gimnasios), pero también es una forma de convivencia segura tanto con el afuera como con los demás.
Es por eso que propongo también la lectura de El ciclista no sólo como una especie de carta de amor a la bicicleta, sino como uno de los libros más afortunados sobre ciclismo. Tim Krabbé no se limita a la idea de la autobiografía, ni tampoco a construir un manual de usuario sobre las bondades del ciclismo como deporte. No es, pues, una historia de éxito personal que debe usarse como ejemplo para “inspirarnos” o “motivarnos” (no hay cosa que más me choque que los libros o cualquier otro producto cultural que sea “motivacional”). Es, entonces, lo que la literatura aspira a ser cuando vale la pena: una escritura parcial y humana sobre el sufrimiento y las ventajas de vivirlo.
Publicado en danés en 1978, El ciclista es una novela que sigue al personaje Tim Krabbé por una carrera de ciclismo de ruta en Francia. No es, vaya, el Tour de France, sino una carrera que ahora conoceríamos como élite o master. Esto es, no es una carrera de ciclismo profesional. Lo que leemos es una carrera semiprofesional de ciclistas increíblemente competentes que no compiten de forma oficial, necesariamente.
Lo importante acá es que el Tour de Mont Aigoual es una carrera ficticia que, en el fondo, puede ser cualquiera. Quien sea que se haya subido a una bicicleta puede entender la mayoría de las cosas que este libro propone. Hay dos premisas fundamentales: hay ciclistas que llegan y hay ciclistas que no. De hecho, el principio de la novela es tal vez una de las cosas más interesantes. Más allá de la conclusión de la carrera, que en sí misma está narrada de forma impecable, el inicio es fundamental:
“Meyrueis, Lozere, 26 de junio de 1977. Tiempo caluroso y nublado. Saco las herramientas del coche y armo la bicicleta. Desde las terrazas de los cafés, turistas y lugareños observan. No son corredores. El vacío de esas vidas me turba”.
Este inicio que aparenta ser tan arrogante me conmovió desde la primera vez que lo leí. Yo, en principio, no soy corredor, soy ciclista a lo mucho. También, como Tim Krabbé, soy escritor. Una de las cosas que dice que me parecen parcialmente ciertas es que ser ciclista es más fácil que ser escritor: para eso sólo necesitas saber sufrir. Y digo que concuerdo parcialmente porque quien sabe escribir también sabe el sufrimiento que es a veces enfrentarte a la página en blanco.
Pero volviendo al inicio de la novela, creo que es importante ir más allá de esa arrogancia inicial que existe en toda y todo ciclista que ha llegado a cierto nivel. Pensar en esa división entre “ellos” y “nosotros” – una división que conocemos de sobra en nuestro ambiente político actual – me parece demasiado sencilla. Quiero decir: no somos nosotros mejores que ellos, corredores vs. no corredores. Más bien hay una añoranza hacia un pasado que parece irrecuperable, que parece absurdo sólo en retrospectiva. Todos fuimos no corredores, o lo seguimos siendo. Lo que es imposible de pensar cuando uno se enamora de algo, de alguien, es en ese pasado que, a la luz del presente, nos parece vacío, sin sentido.
Otra de las cosas que es importante destacar de esta novela es la forma en la que el ciclismo se convierte en una especie de crítica social. Pasando la simplicidad de la máquina y sus inmensos avances tecnológicos de los últimos años, Krabbé da en el clavo en las formas en las que la actividad física se ha convertido en una de las cosas más controvertidas de nuestra era. Si en 1978 esta era su sentencia, ¿cómo lo escribiría ahora?
“Ah, quién hubiera sido ciclista en aquellos tiempos. Porque tras pasar por la línea de meta todo el sufrimiento se transforma en placer; cuanto mayor sea el sufrimiento, mayor será también el placer. Esa es la recompensa que la naturaleza otorga a los ciclistas por el homenaje que le rinden con sus padecimientos. Almohadones de terciopelo, parques zoológicos, gafas de sol, las personas se han vuelto ratoncitos de lana. Siguen teniendo cuerpos que podrían aguantar cinco días y cuatro noches caminando por un desierto de nieve sin comida, pero dejan que les den palmaditas en la espalda por haber salido a andar una hora en bicicleta”.
Hay aquí, creo, una analogía clara hacia la adversidad, hacia la complacencia. Hay quienes dicen que los corredores, los que van a pie no en bicicleta, recuerdan poco los momentos claves de sus carreras. Los hemos visto desmayarse una y otra vez justo después de cruzar la meta. El ciclista, al contrario, se desmaya en pleno ascenso y deja el cuerpo sin ver, sin oír, a medio camino. Unos pensarán que es una locura. Pero Krabbé, que además era ajedrecista profesional, lo ve como una estrategia: al final lo que importa es la dicha redescubierta para volver a jugar el juego. ¿No es también así la vida?
Relacionadas
- Advertisement -
Aviso
La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.
- Advertisement -
Opinión
- Advertisement -