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viernes, noviembre 22, 2024

Esto no es una escuela

Bruno Ríos
Bruno Ríos es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Houston. Escritor, académico y editor.

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El 21 de marzo de 1976, José Emilio Pacheco le dedicó su inventario a los cien años de la invención del teléfono. El teléfono vino a cambiar de forma radical la manera en la que nos comunicamos con los demás, tanto quien está en la casa de al lado como quien está al otro lado del mundo. Esta capacidad ha llegado a sus últimas consecuencias gracias a la telefonía celular. Ahora, es posible comunicarse con alguien no importa en dónde esté. La señal eléctrica que llevaba la voz a través de los cables lleva ahora por ondas en el aire todo lo demás que compartimos: letras, palabras, imágenes, sonidos. Sin embargo, la premisa fundamental es la misma que en 1876 y que eventualmente llegaría a todos los hogares del mundo. Pacheco lo escribió mucho mejor de lo que podría hacerlo yo:

El teléfono representa la más ubicua y definitiva presencia de la técnica y el automatismo en el interior doméstico. Es otra puerta que se abre no sólo a la calle sino virtualmente al mundo entero. En el siglo XIX la naturaleza quedó vencida (ahora comienza a ejercer su venganza) y la sustituyeron como medio humano por excelencia una selva y una fauna de objetos manufacturados por la inteligencia de nuestra especie. Este mundo inorgánico, a diferencia del orgánico, fue experimentado como liberación de la necesidad como utopía tranquilizadora.

Esta presencia de la técnica y el automatismo es aún más evidente con la internet y todas sus modificaciones a nuestra vida cotidiana. Una de las cosas que se han hecho patentes en estos tiempos es que los usos de la red han tomado una especie de hálito mágico sobre la cotidianidad. Todo se hace en ese espacio virtual en donde, de veras, no estamos nosotros. Así como el teléfono (y aquí estoy parafraseando a Pacheco) no nos pone en contacto con alguien más, con otra persona, la videollamada por Zoom o cualquier otro dispositivo virtual, tampoco lo hace. Nos pone, en realidad, en contacto con un eco técnico de su voz y su imagen. Esta costumbre nueva lo que ha provocado es que el momento en el que establecemos relaciones a larga distancia, nuestras relaciones cara a cara se vuelven obsoletas: cuando nos vemos ya no sabemos qué decirnos ni cómo (esto ya lo dijo Pacheco: “la comunicación a distancia, por otra parte, nos pone a salvo del peso intolerable de la mirada ajena que escruta y juzga”).

Hay innumerables escritos que han surgido con la contingencia del coronavirus en donde se promueve y pronostica una “nueva realidad digital”, una nueva “normalidad” en donde la virtualidad de internet suple la oficina, la comunicación, la cercanía, nuestras formas de ver y de leer. Pero sobre todo, como una especie de último recurso, Zoom y compañía han querido suplir una de las instituciones fundamentales para nuestras sociedades: la escuela.

Hay cosas que se pueden hacer y cosas que no se pueden hacer con las videollamadas y los salones virtuales, clases en línea, etcétera. Lo que queda claro, por lo menos a mí, es que esto no es una escuela. Si bien hemos hecho la transición (cada vez más acelerada) a una educación híbrida entre lo virtual y lo presencial, mover la universidad y los institutos a un espacio virtual ha probado ser, a lo menos, insuficiente.

La fatiga que he visto en mis estudiantes es notable. No por los contenidos necesariamente, sino por el medio. Están hartos de Zoom, de Google Classroom, de Blackboard, de grupos de Facebook y demás. Lo que vemos, entonces, no es una enseñanza por parte de un profesor o profesora para facilitar la adquisición de nuevos conocimientos o para generar conocimientos nuevos. Más bien, vemos un eco de ese proceso. La escuela, como sitio, es entonces también comparable a la forma en la que se siente ir a un lugar público en este momento, un lugar como un restaurante. No vamos a un restaurante sólo por la comida, así como no vamos a la escuela sólo para aprender algún tema. Vamos a estos lugares porque significan algo más, porque hay otros como uno.

Esto, entonces, no es una escuela porque la experiencia de ese lugar es imposible en el espacio virtual. Aprendemos, sí de un facilitador, pero también de los demás, de sus errores, de sus aciertos, de sus personalidades. Estar en un salón de clases es también una forma de estar juntos para desafiar el tedio y el desinterés.

Esto, como muchos de los trabajos que se supone pueden hacerse en casa, no es un reemplazo. Es, a lo mucho, una alternativa insuficiente a lo que de verdad queremos: maneras de estar juntos.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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