Alán Aviña
Corrían los primeros días de abril cuando la nieta de Gerardo decidió llevarlo a una pequeña clínica familiar cerca de su casa. Tenía varios días sintiéndose mal y algunos de los síntomas coincidían con COVID-19.
No tenía viajes al extranjero, ni a lugares con contagios comunitarios de coronavirus, pero era mejor descartar la enfermedad y alertar a sus posibles contactos.
Tuvo que ser trasladado a un hospital de zona cuando su situación médica se agravó, donde fue aislado como un caso sospechoso de coronavirus. El doctor descartó la enfermedad, pero continuaron el protocolo de atención en un área confinada, pero por los pasillos del nosocomio el rumor de que una persona sospechosa con la enfermedad podía morir corrió como pólvora.
Desde su llegada se tomó la muestra, pero los resultados de laboratorio no llegaban aún tres días después de ingresado al hospital. Los enfermeros bromeaban cuando lo veían de que sería el primer muerto por COVID-19 en la ciudad.
Cuando murió, una enfermera le mandó un mensaje por Facebook a un reportero para filtrarle la noticia de que un adulto mayor fue sacado con estrictas medidas sanitarias por los pasillos tras la sospecha de coronavirus, como si se tratara de un puño de tierra fértil de Chérnobyl. Muchos familiares de Gerardo se enteraron de su muerte tras esa publicación.
El director del hospital confirmó vía telefónica con el laboratorio que la prueba había resultado negativa a COVID-19, como lo había anticipado el médico que lo atendió desde el inicio.
Cuando hablaron a la funeraria, primero aceptaron recoger el cuerpo del hospital y en una segunda llamada les indicaron que sólo podrían cremarlo. Hablaron a varias funerarias porque querían velarlo y en todas les dijeron que habían leído la nota y que no podían atenderlos. Una les ofreció un velorio de dos horas, de 2:00 a 4:00 de la mañana, por un costo de 18 mil pesos.
Terminaron aceptando la primera opción, sólo cremarlo. Cuando la funeraria llegó por el cuerpo al hospital venía un reportero arriba de la carroza. Hizo posar al personal con sus trajes, cubrebocas y guantes junto al cadáver para tomar fotos.
Las cenizas llegaron a la casa de la viuda para realizar el novenario. Rezaron el primer día, el segundo y después no llegó la rezandera. Les dijo que le advirtieron de la publicación y que no tenía confianza de ir a la casa de una persona sospechosa de COVID-19.
El abarrotes que atendían Gerardo y su esposa perdió casi todos los clientes. A una de sus hijas, le indicaron en la maquiladora donde trabajaba que sólo podía volver a laborar si venía acompañada con el resultado negativo de la prueba de coronavirus del señor.
Los resultados de la prueba no llegaban oficialmente porque se cruzó la Semana Santa y el personal administrativo del hospital se fue de vacaciones. Pero llegaron. El resultado: negativo al virus SARS-CoV-2.
Gerardo, quien era oriundo de la Ciudad de México, murió lejos de sus hijos en Sonora, y la familia que formó aquí lo perdió sin despedirse, sin rezarle y con el dolor crecido por el estigma.