Columna Diálogo
La muerte de policías a manos del crimen organizado es una afrenta directa al estado que va en aumento y el homicidio de otro comandante de la Policía Municipal en Hermosillo este fin de semana, nos obliga a renunciar a la tentación de naturalizar estas muertes, pues trastoca los más profundo de cada hogar mexicano: su tranquilidad.
El 2019 fue el año más violento en la historia reciente de México y entre los daños se destaca el incremento de policías asesinados por el crimen: al menos 446 según la organización Causa en Común, documentación basada en los casos publicados por la prensa ante una autoridad muda, ausente, inmóvil frente al ataque a sus fuerzas de seguridad.
En Sonora casi se duplicó el número de elementos policiacos ultimados entre 2018 y 2019, pasando de 13 a 23, quedando dentro de los 10 estados con mayor número de policías asesinados. José Holguín se convirtió este fin de semana en la primera víctima del 2020.
Claro está, cifras llevadas y documentadas por la sociedad civil organizada pues para el sistema oficial pareciera estar prohibido hablar del tema, como si callando una realidad ésta se revirtiera. Ya ni siquiera es válida la excusa de cuidar la imagen de seguridad nacional puesto que es obvio que está más que afectada, reducida, azorada, sometida con cada elemento de las fuerzas asesinado.
Hay una tragedia familiar detrás de cada policía muerto en cumplimiento de su deber o a causa de su servicio como agente de seguridad, pero también es una tragedia para los cuerpos policiacos que confirman su vulnerabilidad y la lucha prácticamente en solitario; una tragedia para la sociedad que recibe un mensaje de desesperanza; una tragedia para un país con un gobierno que a cambio ofrece abrazos y perdón a los criminales.
Frases como la de ‘abrazos y no balazos’ pudiera tomarse como simple retórica, parte de un discurso con una buena voluntad de fondo y nada más, pero los números nos indican claramente que hay una estrategia fallida tras este discurso (si es que la hay), que hay decisiones no acertadas y que el crimen lejos de estar sometido pareciera que está cada vez más empoderado.
Es preocupante y frustrante ver cómo nos acostumbramos a leer el registro del récord de policías asesinados en la prensa con una frialdad natural como si se tratara de algo personal entre la víctima y el victimario, algo privado que no nos alcanza en nuestra relativa tranquilidad familiar.
¡Pues no! No es así; cada policía muerto a manos del crimen es una afrenta al Estado Mexicano, a cada familia de bien que trabaja para ganarse el sustento honestamente, una amenaza a cada joven y niño que sueña con construirse un mejor país.
Nuestros policías tienen una misión muy clara enlazada a nuestra vida cotidiana, a la paz en nuestros hogares y la colonia donde vivimos y sí, reciben un salario por ese trabajo que nadie quiere hacer pero en un contexto de abandono paulatino y permanente a sus necesidades, a su seguridad, a su propia dignidad y la de sus familias.
Presupuesto insuficiente y este 2020 reducido aún más; condiciones laborales verdaderamente injustas desde el salario hasta las jornadas de 12 horas; un clima de estrés permanente hasta en sus días de asueto; desprotegidos del todo y sin garantías ante los embates del crimen organizado; con una autoridad ausente a su sentir, al sentir de sus esposas, madres, hijos; con un desarrollo y crecimiento laboral y personal sumamente limitados.
Y por si fuera poco, la desconfianza y en ocasiones el rechazo de la ciudadanía.
Las policías municipales o locales están cada vez más debilitadas operativa y jurídicamente hablando; con el nuevo sistema de justicia penal sus facultades son en ocasiones confusas y contradictorias, un riesgo para los mismos elementos policiacos, si actúan debe ser en flagrancia y no es suficiente para garantizar justicia pues los ministerios públicos operan bajo otros parámetros.
Con este nivel de impunidad que pesa en sus espaldas, el mensaje que dejan homicidios como el de este comandante hermosillense -un elemento serio, responsable y comprometido a decir de sus propios compañeros, autoridades y quienes le conocieron- es que actuando según la ley se ponen en la mira de los grupos delincuenciales arriesgando su propia vida.
En síntesis, hay una problemática bastante compleja pero algo se asoma cada vez con mayor claridad: la falta de estrategia en el tema de seguridad.
Que no existe una coordinación eficaz entre las diferentes corporaciones no es ninguna novedad, pero si a ello sumamos las nuevas con la entrada de la guardia nacional y el ‘estira y afloja’ de las fuerzas estatales con la federación, la situación se complica.
La guardia nacional está apenas conociendo el terreno de la operatividad policial, no es lo mismo la carrera o capacitación militar a la policial.
Información del mismo sistema ejecutivo de seguridad nacional (SESNSP), confirma que hasta noviembre de 2019 todos los delitos de alto impacto registraron un comportamiento a la alza.
Por tanto, la simple explicación de que policías asesinados obedece a ajustes de cuentas por colusión con grupos delictivos –bajo amenaza o por contubernio- nunca será acertada, pues por principio está descartado que todos nuestros policías sean corruptos.
Cualquier justificación es totalmente inaceptable ante el porcentaje de avance, número de detenidos o personas enjuiciadas pagando sus condenas por homicidio de policías; al menos en Sonora es vergonzoso, por no decir prácticamente nulo.
No pasa nada, pero sí pasa: Ni estrategia ni justicia vienen de la mano con el discurso de abrazos. El mensaje: renunciación del estado mexicano a actuar con contundencia ante al crimen organizado.