Para Ángeles Mastretta (1949) la escritura y la felicidad van de la mano. Con setenta años recién cumplidos, la narradora poblana hace un corte de caja y hace una suerte de breviario con frases y párrafos, pequeñas líneas que, si son leídas de manera independiente, reflejan resumen una filosofía acerca de la literatura y la propia vida.
Con esta impronta nació Yo misma (Seix Barral), una antología fragmentaria que exhibe obsesiones, fortalezas y debilidades.
Se me ocurre pensar Yo misma, como una reafirmación de principios.
Sí, son frases que acompañan cosas que se me ocurrieron y me parece interesante compartir. Son líneas sacadas de mis libros y mis artículos. Pensé el libro como un regalo para mis lectores. Imagínate, cumplí 70 años y no tenía una novela nueva. Yo misma me sirvió para hablar de la vida, y la muerte de la gente que quieres y como cuando se van te arrebatan pedazos de vida.
¿Cómo fue el proceso de releer obras de hace más de veinte o treinta años?
Hace poco leí Mujeres de ojos grandes. Al revisarlo después de treinta años, encontré una frescura que hoy extraño. Al mismo tiempo encontré la historia de una mujer que dejó a su marido repentinamente y se llevó a sus tres hijos. Se ganó la vida haciendo vestidos en Puebla durante los años cincuenta. A escondidas la ciudad murmuraba y la criticaba. Creo que su historia tiene algo de vigencia aún.
A veces uno se sorprende que la vigencia de los libros, ¿en su caso la escritura y la literatura van ligadas al placer?
Me gustaría que siempre fuera así, pero la realidad es que a veces es un deber. Mientras escribo estoy muy contenta, entre otras cosas porque consigo concentrarme. Desde chica tengo mente mariposa entonces mantener la atención es un alivio. Buscar la frase y el ritmo me encanta, por eso me gusta pensar este libro como un concierto. Sin embargo, desde hace diez años, jugar con mis nietos me produce tanta o más felicidad. Me exige un nivel de atención incluso superior al de escribir. Antes escribía más temprano, después de las ocho y media, ahora inicio como a las once y tengo que terminar a las dos y media, hora en que llegan de la escuela. Pero además estoy al pendiente mi familia y mis amigos, esto me produce una alegría del tamaño de escribir. Entiendo que muchos escritores están tan comprometidos con su trabajo que no tienen tiempo para lo pequeño, pero no es mi caso. Cuando muera voy a dejar cosas, pero mientras viva me voy a quedar con otras; escribir es un oficio egoísta. Ahora me prodigo en cosas chicas, pero que para mí son grandes.
En alguna parte del libro escribes que el arte debe conmover.
Así es. Soy más obvia que el arte conceptual, busco conmover rápido y de golpe. Me gusta ser fácil de entender.
¿Cuál es tu opinión de la nueva ola feminista?
Las peticiones de las jóvenes feministas están muy bien y me uno a su movimiento. No tengo un ser querido a quien ha matado un hombre, pero alguien que fue víctima de un feminicidio ya es alguien por quién dar una batalla. No me niego a ese compromiso. Por otro lado, me gustaría que se reconociera a quienes en los cincuenta y sesenta daban la batalla feminista. Entiendo el enojo de las más jóvenes con el presente, incluso me parece lógico y en tanto las apoyo. Sin embargo, me preocupa que no se sientan acompañadas porque a lo mejor dimos batallas menos ruidosas, pero igual de significativas. Cuando vine de Puebla a México, tenía veinte años y llegué a un mundo desconocido. Al llegar a la UNAM me descubrí como una mujer distinta y renovada. La generación de quienes crecimos en los setenta fuimos muy libres porque estuvimos después de la píldora y antes del SIDA, pero para afrontar esa libertad tuve que aprender que la libertad no era ir de cama en cama, sino saber elegir con quien sí y con quien no. A lo mejor esas batallas parecen chicas, pero fundaron nuevos modos de actuar en mí y en quienes vinieron después.
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