
Has cumplido 85 años, vivido en dos siglos, casi como un árbol
sequoia de esos, vuestros, americanos.
El proceso de envejecer, de llegar a edades avanzadas, trae
consigo para la mayoría de las personas una introspección. Uno
halla las llaves de sus propias puertas y acaba interpretando los
mapas que le conducen a sí mismo.
En esas edades hay una disminución de impulsos vitales (aquellos
amores urgentes e inaplazables de la juventud y las ambiciones
de la edad madura), pero el pensamiento se hace más sabio o,
cuando menos, más sereno y los círculos relacionales se van
cerrando. Dejamos atrás nuestra visión de un cielo mucho más
alto, un mundo más pequeño y una época en la que aún no se
habían inventado los recuerdos.
Envejecer no es simplemente una mera acumulación de años.
Es un proceso profundo, cargado de transformaciones físicas,
emocionales y espirituales que redefinen nuestra relación con
nosotros mismos, con los demás y con el tiempo, en definitiva.
Vivimos en una sociedad que glorifica la juventud y relega la vejez
a un incómodo rincón de nuestros valores personales, pero, en
realidad, envejecer es un arte que requiere aceptación, valentía y,
sobre todo, sabiduría para ver y entender la vida más allá de las
arrugas. Porque en realidad pasamos en un empujón de los
granos del acné a los pelos en las orejas.
A esta edad alguien aconsejaba intentar ver a menos de tres
médicos. Ya sabes: “si no ha llegado tu hora, sólo un médico te
podrá matar”, y cuantos más médicos, más riesgo.
Vamos caminando por la cuerda floja de la vida, cada vez más
floja, como el equilibrista, manejando la pértiga con el sumo
cuidado de no caer, hasta que se produzca, inevitablemente, la
caída definitiva.
La suprema comprobación final, en esa edad, es reconocerse uno
en ese viejo en el que la vida te ha convertido y que, mirándole a
los ojos, en el espejo, le puedas decir, con rotundidad:
¡MISIÓN CUMPLIDA, VIEJO!
Juan Siso Martín
Segovia – España
11 diciembre 2025
De parte de Proyecto Puente: ¡Felicidades, José!


