
La violencia contra las mujeres en México no es una emergencia pasajera: es un problema estructural que atraviesa la vida pública y privada. Y aunque las cifras oficiales parecen enormes —homicidios, feminicidios, violaciones, agresiones sexuales, violencia familiar— en realidad solo muestran la punta del iceberg. Lo que está debajo, lo que no se ve, es todavía más grave.
El primer gran pendiente es el subregistro. No sabemos realmente cuántas mujeres están siendo violentadas porque nuestras instituciones no se ponen de acuerdo ni siquiera en cómo contar. Cada fiscalía usa criterios distintos, cada dependencia reporta con su propia lógica y muchas veces los datos no dialogan entre sí. A esto se suma la enorme cantidad de casos que jamás llegan a un expediente. Si las mujeres no denuncian, no es porque no quieran “seguir el proceso”, sino porque el proceso no está hecho para ellas. ¿Cómo confiar en instituciones que, una y otra vez, han fallado?

Aquí aparece el segundo problema: denunciar sigue siendo una ruta cuesta arriba. Muchas mujeres han aprendido a normalizar la violencia porque la han vivido desde siempre. Otras temen a sus agresores, temen no ser escuchadas o, peor aún, temen ser juzgadas. La revictimización persiste en ventanillas, ministerios públicos y juzgados. Hay trámites que duran horas, narraciones que deben repetirse hasta el cansancio, preguntas que humillan. No es casual que miles prefieran callar.
Y mientras tanto, el país carece de sistemas sólidos para registrar la violencia sexual y la violencia digital. No tenemos bases integradas, no tenemos análisis regionales consistentes y, por lo tanto, no podemos evaluar bien los programas de gobierno ni entender si algo está funcionando. Sin datos, no hay política pública que pueda sostenerse.

El mapa de la violencia también cambia según la región. En el norte, la violencia sexual y las desapariciones forman una dupla devastadora. En el centro, la densidad poblacional hace que los casos se multipliquen y saturen las instituciones. Colima continúa como el estado con la mayor tasa de feminicidio del país. Y en el sur y sureste, las agresiones sexuales se entrelazan con dinámicas turísticas, además de afectar de forma particular a mujeres indígenas que enfrentan barreras aún más profundas para acceder a la justicia.
La conclusión, por dolorosa que sea, es clara: la violencia contra las mujeres es estructural y las cifras oficiales apenas rozan la superficie. Urge fortalecer los sistemas estadísticos, investigar feminicidios con rigor, crear mecanismos reales de prevención y atención integral, y transparentar las políticas públicas que hoy avanzan sin métricas claras. Nombrar la violencia no es suficiente: necesitamos un Estado que deje de mirar para otro lado y empiece a proteger de verdad.

Moisés Gómez Reyna, economista y maestro en Derecho Constitucional



