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miércoles, agosto 20, 2025

La amenaza naranja

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“El genocidio es el más atroz de los crímenes”
António Guterres, ONU

Sin duda, la vida a veces nos da limones y la opinión pública establece que podemos hacer limonadas, pero hay situaciones donde la mejor salida es buscar sal y tequila, aunque también vale juntarlos y arrojárselos a quien corresponda.

Tenemos una relación centenaria con el único país que se ha proclamado indispensable, tocado por Dios y portador de la misión de esparcir la buena nueva de la democracia y las libertades por el continente y el mundo, aunque, por razones experimentales, perpetró en Japón el primer genocidio atómico, en agosto de1945.

En otras palabras, un país con comportamiento equiparable al cáncer de próstata que deriva en metástasis, o una flatulencia que se transforma en diarrea expansiva que pringa a propios y extraños.

La doctrina Monroe cumple los sueños húmedos de demócratas y republicanos, de blancos y mestizos, de morenos y amarillos que, nacidos en el país de las maravillas económicas y geopolíticas, asumen la identidad de nuevo romano en tiempos de la expansión territorial absorbente que recuerda a las toallas íntimas nocturnas con alas.

Por razones estratégicas de ocultamiento de la verdad financiera, la política monetaria de nuestro vecino deja de sujetarse al principio de libre convertibilidad del dólar y Richard Nixon tiene la ocurrencia de salir del patrón oro para enderezar la proa de Estados Unidos hacia la especulación, el incremento del techo de endeudamiento, la aspiración mafiosa de controlar paridades y medios de pago internacionales y, en fin, de meternos en una economía ficción cuyas reglas son tan maleables como un chicle y cuyo soporte termina siendo la economía de guerra cuyo gran objetivo es generar conflictos, vender armas y lucrar con la muerte y destrucción ajena.

El caso es que una economía parasitaria también irradia su veneno mediante el expediente de corromper gobiernos y empresarios nativos alcahuetes, con aspiraciones ligadas a la expansión transnacional en calidad de gerentes o directores maquiladores.

Los efectos en la nación parasitada son claros, empezando porque la clase empresarial que defiende los valores privados se encuentra privada de iniciativa y, por supuesto, sigue pautas que nada tienen que ver con el beneficio nacional. Sin saber, actúan como células cancerosas en los negocios nacionales, chupan recursos, reclaman exenciones fiscales o simplemente buscan no pagar lo que deben de impuestos.

En el trayecto, se convierten en cuates, socios y patrocinadores de abogados, jueces, magistrados y ministros que ocultan expedientes, retrasan fallos, manipulan evidencias y sacan acuerdos y sentencias en favor de la metástasis de corrupción empresarial y burocrática nacional.

Los hilos de la dependencia se convierten en gruesas amarras políticas, económicas, financieras y tecnológicas, paralizando la inventiva nacional y castrando cualquier posibilidad de progreso independiente, de donde hablar de soberanía en un país encadenado por acuerdos, pactos o tratados comerciales como el que padecemos desde la década de los 90, permiten un fácil diagnóstico de atraso y dependencia.

Bajo los supuestos de los tratados de libre comercio, la libertad desaparece porque se le condiciona, y con ella el interés nacional, la soberanía y la capacidad de planear el desarrollo. Sólo queda el recurso de la retórica, la aceptación e incluso la defensa del instrumento de degradación económica y política que nos agrede. El tratado comercial que nos hunde se toma por tabla de salvación. El gobierno cambia para no cambiar.

En este marco de agachadas y piquetes, la facilidad con la que se bajan los calzones las autoridades es equiparable a la magnitud de las exigencias políticas, los reclamos de incumplimientos reales o ficticios, el chantaje mafioso y las eventuales palabras de aliento por la subordinación lograda: “están haciendo un trabajo fantástico, pero no basta”.

El ridículo y flatulento personaje anaranjado encaramado en la Casa Blanca, dicta la pauta arancelaria y se regodea de ello, incluso presume de la fila de mandatarios que esperan para besarle el trasero. Se declara decepcionado que quienes no cumplen sus caprichos, cree que de él depende la resolución de conflictos fronterizos a miles de kilómetros de su país, pretende negociar el alto al fuego cuando financia la guerra, se duele de los muertos cuando produce las balas que los matan.

Resulta absurdo hablar de libre comercio cuando EEUU dicta sanciones a quienes comercian; presiona y obliga a otros gobiernos para que compren productos gringos, mientras sabotea acuerdos y dinamita puentes de encuentro entre antagonistas, se manosea la historia, la actualidad y la realidad de terceros países, se erigen héroes y villanos al gusto y capricho del siempre ajeno y omnipresente imperio del norte.

La amenaza naranja de hoy está inserta en el contexto de una nación parasitaria, que justifica su práctica terrorista bajo los supuestos de la supremacía que le otorga el fundamentalismo bíblico, la idea de crear “la nueva Jerusalén”, “la casa el lo alto de la colina”, por mandato del mismísimo Dios.

Llámese Biblia o Torá, destino manifiesto, o como sea, el guion que supuestamente orienta y manda a los perpetradores del horror en Palestina, Ucrania, o África, como antes fue en Afganistán, Irak o Libia, es la negación de la bondad y la fraternidad humana. Es la más vil e inhumana expresión del colonialismo y la depredación mundial, del más vicioso y repugnante ánimo genocida. Es la obscenidad hecha mandato.

Sin la justificación de amenazas externas e internas, el gobierno de Trump difícilmente podría sostener el discurso de la paranoia hecha evento cotidiano, la violencia institucional y los decretos ejecutivos que pasan sin pausa por encima de la ley pero que calan en la esencia fantasiosa y cobarde de un pueblo lobotomizado, mitómano y visceral. Es como un perro rabioso que se muerde a sí mismo. 

Antes fue Adolfo Hitler, ahora Benjamín Netanyahu, pero como requisito esencial siempre está el dinero anglosajón, sus armas y su cauda de zombis europeos. Antes como hoy es Inglaterra. Ayer y ahora es Estados Unidos, y las víctimas se siguen apilando en los cuatro rincones de la Tierra.

¿No cree usted que ya es tiempo de llamar a las cosas y los hechos por su nombre y dejar de dar concesiones y alimentación al tumor canceroso que se expande por el planeta, a ciencia y paciencia de los propios afectados? Ya basta.

http://jdarredondo.blogspot.com

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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