En una de mis aventuras conocí a Don Artemio, un pescador que derrochaba sabiduría con un acento incomprensible, auténtico de la costa de Sonora. Hablaba tan rápido que entendí la mitad de lo que me dijo. Como buen vago que dedicó su vida a experiencias singulares, me contó anécdotas de todo tipo, enseñanzas de la calle que sólo comprenden los aventureros.
Don Artemio es un creyente de la complejidad de la realidad. “La vida es como una carretera grande, cada quien maneja en el carril que quiere”, afirmó con su inconfundible sombrero y una Tecate en la mano. En su vaivén de vivencias, concluyó que hay momentos en los que uno “va todo pa’ arriba o todo pa’ abajo”. En la amena y apresurada conversación reafirmé uno de los únicos supuestos que alberga mi desordenada cabeza: el dinamismo y la organicidad de la realidad enriquecen esta desalmada mundanidad. El motor del cambio está en la capacidad que tenga uno de dudar. Con ella, Descartes puso a temblar todo cimiento del medievo para convertirse en uno de los padres de la modernidad.
Don Artemio dudaba, quería corroborar los principios que le habían impuesto en la niñez. La grandeza de su sabiduría se encuentra en que ha formado su propio criterio. Su pensamiento es autónomo, pocas personas en su pueblo pueden contarle los peligros y la belleza de la existencia. Con 73 años, sigue abierto a conocer y a vivir. Sus vicios han deteriorado parte de su físico y, posiblemente, de su mente. A pesar de ello, creo que es de los pocos que puede presumir de haber actuado a conciencia y con una libertad envidiable. Su autenticidad es fruto de haberse regido por sus propias leyes. Hay gente inconformista que cuestiona y confronta todo estándar social impuesto por el imaginario colectivo. Transforman con su presencia, confrontan con sus actitudes y desmantelan sistemas sociales con sus palabras. Son camaleónicos, saben adaptarse a todos los tiempos. Su fortaleza es su debilidad: la flexibilidad. Los dos compartíamos una característica temida por quienes viven sin interés: el espíritu indomable.
En carretera, de regreso a Hermosillo, entré en un éxtasis contemplativo. Don Artemio había tocado mi alma reflexiva y tormentosa. El diálogo siempre despierta en mi ser un asombro único. Sin saber nada, me obsesioné con la idea de la duda. La duda permite el enigma, el misterio. Sin duda, no hay éxtasis, no hay pasión. Sin duda, sólo nos queda el fanatismo, la dureza, la disciplina, los estigmas sociales y la ley.
El que duda no se equivoca. La duda eleva el pensamiento, abre los corazones, permite el drama, potencia las experiencias y purifica las ideologías. Los que dudan, piensan. El pensamiento es el mejor antídoto para evitar los dogmatismos. El dogma se fundamenta en la certeza. La certeza es el cimiento de la rigidez, la estrechez y la ira. Los rígidos obedecen leyes heterónomas, actúan conforme a las normas establecidas, juzgan con vara de hierro, imponen sufrimiento. Lo dudoso es lúdico, emblemático, enigmático, entretenido y culto.
Dudar es rehabilitarse. Todo pasa, los paradigmas cambian. Lo que nos parecía imprescindible se vuelve prescindible; lo que parecía superficial se convierte en algo esencial. Todo tiene solución, excepto la muerte. Dudar nos permite experimentar, ser autónomos, matar la heteronomía, ser innovadores, rebeldes, revolucionarios. Don Artemio duda y ha dudado; por ello pudo conocer cosas mejores que otros. Quienes dudan me generan mayor confianza. Querido lector, te invito a dudar y a desconfiar de los que cargan con demasiadas certezas, porque se ahogan en sus límites mentales y hunden a los demás en la desesperación.