“En momentos de gran necesidad, el pueblo de Roma, para salvar la libertad de la república, eligió un dictador que concentraba todo el poder, pero solo por un tiempo limitado, y solo con el propósito de restaurar el orden.”
Los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Libro I, capítulo 35
La República Romana fue laureada por Maquiavelo, en gran parte por su capacidad de adaptarse a los cambiantes fenómenos sociales que ocurrían en Roma. Ante la ingobernabilidad, los romanos tuvieron la capacidad de introducir la figura del dictador, palabra que no contaba con la carga negativa que, en la evolución del lenguaje, ha adquirido. Cuando los romanos vieron debilitada su ciudad, optaron por empoderar a un magistrado romano con la intención de que su fuerza no fuera obstaculizada por el poder de los cónsules, por la colegialidad, por el derecho de los tribunos ni por las apelaciones del pueblo. La figura del dictador les permitió centralizar el poder para tomar decisiones, sobre todo cuando se encontraban en un estado de guerra.
Los romanos entendían que la concentración y la centralización eran herramientas temporales, funcionales y excepcionales en tiempos turbulentos. Su finalidad era fortalecer al imperium para seguir dominando parte de Europa occidental. Existía tanta claridad en su diseño constitucional que preveían la figura del dictador. De hecho, los dictadores se regían por la constitución, su único contrapeso. Los dictadores no podían suplir la constitución republicana que los gobernaba, impidiendo que se desdibujara por completo la naturaleza republicana en el imperio provisional.
En tiempos de paz, se justificaba con facilidad que el principio rector de la República fuera la colegialidad, pero en tiempos de excepcionalidad, cuando la ciudadanía se veía amenazada, el ejercicio democrático se convertía en una carga gravosa que impedía obtener resultados pragmáticos y rápidos en beneficio de la ciudad.
Los romanos, en su inmensa sabiduría, fueron cuidadosos al introducir la figura del dictador, evitando su abuso porque no querían el retorno de la monarquía. Para instaurar la dictadura, el estado de emergencia debía ser declarado por los cónsules. De igual manera, junto con el Senado, renunciaban a sus cargos al nombrar a quien los lideraría en tiempos difíciles. La dictadura no era una usurpación ni una manipulación de masas. Los hombres sabios identificaban las necesidades y colegialmente cedían el poder a quien consideraban merecedor de él. El tiempo de dictadura estaba limitado al cumplimiento de la misión que le encomendaban cónsules y senadores. La tarea del dictador, casi siempre, era salvaguardar a la República de guerras externas o internas.
Muchos países han cedido a la tentación de adaptar el modelo dictatorial romano a sus circunstancias, argumentando que la centralización de poder permite una mayor gobernabilidad en tiempos de inestabilidad. En las democracias modernas, aquellos con tintes autocráticos que buscan la concentración del poder generan narrativas polarizantes con enemigos abstractos, a veces imaginarios, como la mafia del poder, los corruptos, los invasores, los migrantes, los ricos, entre un sinfín de significantes vacíos, con la intención de declarar un estado de excepción que les permita justificar acciones centralizadoras de poder.
En México, lo han expresado así: “Militaricemos la seguridad pública porque las policías estatales y municipales son corruptas y el crimen organizado es extremadamente fuerte”; “Deroguemos al Poder Judicial, lleno de corruptos, porque no nos permite llevar a cabo la cuarta transformación de la vida pública”; “Desaparezcamos los institutos autónomos porque solo velan por el interés de unos pocos”; “Impidamos que se impugnen nuestras reformas constitucionales para imponer una nueva visión de nación que sí resolverá los problemas que más aquejan a nuestros ciudadanos”; “Eliminemos la colegialidad en el INE”; “Reclamemos la soberanía de nuestra energía y nuestro petróleo”; “Elevemos a rango constitucional que el amparo no proceda ante leyes constitucionales”; “Quitemos mecanismos que nos impidan centralizar el poder”, etc.
En nombre del pueblo —ente abstracto que nunca será culpable de sus malas decisiones—, los resultados, el bienestar, la paz, la igualdad, la justicia, el federalismo y, con la dramatización de un ambiente distópico y caótico, los grupos de poder desdibujan principios democráticos modernos, como la colegialidad, con la intención de adquirir control y, en teoría, gobernabilidad.
Querido lector, yo no sé si, en un país tan ingobernable como el nuestro, la estrategia de centralización del poder que han impulsado Morena y sus aliados sea la única forma de ordenar el desastre que hemos construido. Lo que sí sé es que la concentración del poder impide su propia disipación. Esa lección también nos la enseña la República Romana. Julio César se negó a dejar la dictadura y decidió, de una vez por todas, disolver la República para convertir a Roma en un Imperio. Terminaron siendo los tiranos quienes cavaron la tumba de Roma, porque de la dictadura a la tiranía existía un pequeño paso. Y me atrevo a decir que la excesiva centralización de poder le abre la puerta a los abusos más atroces que se pueden cometer.