“Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”
Benito Juárez
Parece que los gobiernos latinoamericanos y caribeños que rechazan la intervención de los gringos son dictatoriales, terroristas y comunistas. En cambio, los que aceptan e incluso invitan a los estadounidenses a intervenir en su vida política, económica y social son democráticos, decentes y muy cristianos.
Tener una embajada o un consulado de EUA en suelo nacional es una bendición para quienes tejen intrigas apátridas y sueñan con ser “el consentido del profesor” que enseña democracia y libre comercio en todo el mundo.
La porción de suelo “americano” en el vecindario resulta ser una puerta al mundo de los sueños globalistas donde las barras y las estrellas son el único camino y destino de la unipolaridad convertida en opción preferencial de una existencia sin matices, sin identidad y sin memoria.
Ahí, tras los muros de la embajada, se respira la asepsia informativa que desparasita las conciencias de cualquier noción de nacionalismo, de soberanía e independencia, en aras de cumplimentar la ilusión del “destino manifiesto”, la Doctrina Monroe y los deseos imperialistas de una nación que renunció a sus ideales fundacionales.
La embajada o el consulado gringo son fuente de verdad en la interpretación del mundo, el universo y la vida que todo ciudadano necesita para cumplir con sus deberes coloniales, su rutina de vasallo, su destino de siervo imperial.
De ahí sale la propaganda que disuelve las conciencias nacionales, los deberes con la historia propia y que redefine los conceptos de soberanía e independencia nacional como algo prescindible, estorboso e inútil de manejar en el entramado de las relaciones internacionales.
Pensar en la igualdad sustantiva de las naciones es una bonita utopía, una ilusión legal que nada tiene que ver con la realidad de una masa de relaciones de carácter vertical-descendente donde EUA ocupa la cima y los demás discurren hacia abajo, de acuerdo con su cercanía política, estratégica y económica con Washington.
Las agencias que “impulsan” el desarrollo, la cultura, la ciencia y hasta la salud, enganchadas en la lógica de comprar conciencias bajo el manto de la solidaridad y la cooperación internacional, financiadas como brazos operadores del gobierno de Estados Unidos en el exterior, más los medios de comunicación corporativos y las plataformas digitales de uso popular y cotidiano, forman parte de la red global de propaganda y distorsión de la realidad, y el objeto de consumo generalizado que se sirve en las mesas de Latinoamérica y el mundo.
Ahora tenemos que, si el Departamento de Estado de EUA decide y proclama que la oposición venezolana ganó las elecciones y así lo afirma en el seno de la OEA, entonces debe tomarse por cierto e incuestionable, al margen de la realidad electoral de Venezuela y de sus órganos políticos de decisión instituidos en su Constitución y normas legales vigentes.
Aquí la voluntad del pueblo elector es lo de menos. Lo que hay que defender a nombre de la democracia y la libertad es el petróleo y las riquezas venezolanas, que deben estar al servicio del ideal de “hacer América grande otra vez”. El Comando Sur vigila el patrimonio de otros pueblos porque lo consideran suyo, en la lógica del Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe.
En este contexto, algunos países deciden plegarse al mandato del Norte imperial mientras que otros, como México, Colombia y Brasil postulan que debe clarificarse el proceso y respetar el resultado. Unos van por la imposición imperial y otros por el respeto a la voluntad del pueblo venezolano y la coexistencia pacífica entre las naciones.
En Venezuela vemos con claridad meridiana la farsa que apoya EUA, tras el intento fallido de Juan Guaidó, el patético don nadie que el gobierno de Washington y satélites de ambos lados del Atlántico reconoció como “legítimo” presidente. Vemos cómo el interés imperial sobre los recursos estratégicos de este país violenta el orden internacional, la democracia y el respeto a la soberanía.
La agonía de Venezuela es la de todos los pueblos que luchan por su independencia y libertad, por el respeto a la soberanía popular, por la defensa de su integridad política, económica y cultural. Por el derecho de ser.