Columna Contracanto
El escritor se asoma a su infancia, despliega la memoria, anota con el carbón de los días sucesos sobre la banqueta.
A los años enmarcará las palabras que recorrieron esos días como pinta sobre las bardas de la emoción, un grafitti perenne.
El escritor se ase de los recuerdos, en su vocación de vouyerista descorre la cortina de las casas de los vecinos, de su propia casa que es la orfandad de la armonía, incluso.
Atisba entonces sobre los años como en una cabalgata: desbocado y en calma, el trote lento y pertinaz, como los granos de la mazorca que se desgrana al ojo de la abuela ante los comensales que impacientes esperan.
La analogía concreta respecto de los lectores, en los que el escritor piensa y para los cuales ladrillo a ladrillo construye páginas de desolación. Porque el escritor incesante acoge los motivos, las obsesiones, la historia de todos los días y las aprisiona en su memoria como se aprisiona un puñado de caramelos.
En El árbol de los frutos muertos (Ed. MAMBOROCK 2023), la prosa describe a ritmo de poesía, las elucubraciones inherentes del seno familiar. La violencia que da la ignorancia emocional.
En el planteamiento afloran diversos remas: el destierro de los orientales en esa tierra agreste que es Sonora; la vida manca de una abortera que se desempeña como abuela en el sustento de la casa y sus habitantes.
Hay prostitución, mundo de alcohol y calles, la vida urbana y fronteriza, como si el escritor quisiera en un bocado desentrañar la víscera del apellido (los apellidos) de las familias que cohabitan en las páginas del libro, en las cuales cabemos todos, porque: compañeros del mismo dolor eternamente.
El incesto: el tema que por doloroso tiene como recurrencia el silencio. A veces descripciones desde la mirada encima de una barda hacia el horizonte.
Un palo de ciego se vuelve toral en la poética; la letrina: emblema de los desposeídos, solo mencionar su existencia convierte a este libro en un lugar de resistencia. Y los muertos: seres que se asomaron a la existencia y no hubo más ventura que la respiración reprimida.
El escritor se desafana de los pesares. Intenta en un libro sacudirse las garrapatas, recurso apremiante para seguir caminando. La vida es un dique de todos los días, y soltar amarras a través de la prosa parecería un buen recoveco para la esperanza.
El árbol de los frutos muertos se construye por recuadros, como postales de una vida beligerante, donde no cabe la ternura, sin embargo, subyace porque la vida inteligente pare también inherente la capacidad de amar y sentir. La monstruosidad tiene sus dosis de encanto. Esas manos que nunca acariciaron el pelo de los hijos, se apersona precisamente en la ausencia, la capacidad de imaginar.
El escritor se mimetiza en el alacrán que ronda las paredes de la infancia, en las vigas y paredes, el techo de lámina galvanizada, la lámpara de petróleo, el humo que emite la leña en el fogón al fondo del corral.
L. Carlos Sánchez