De madrugada, entre dormido me desperté con el arrullo de melodías, que al pie de la letra, en mi infancia, se metieron en mí. Y, como los sueños, se esconden en los anaqueles profundos de la memoria, desde donde, en una mezcolanza, los vivos y los muertos corretean (por “Comala”), sobre espacios, tiempos y lugares, de ayer y de ahora, en una perenne unidad que funde, lo que uno ha venido siendo a lo largo de nuestra vida. Imagínese, anoche corría entre los eucaliptos de mi casa paterna. Entonces, ante un olvido tempranero, mejor lo escribo para recordarlo.
Ahí estaban, don Pupo y su esposa Chonita. Ambos eran robustos y de mejillas sonrosadas. No recuerdo si él era alto o mediano, no lo sé, el caso es que, al mirarlo desde mi niñez, se me hacía que llegaba hasta el techo. En cambio, ella, traía el rostro enrebosado (como un hiyab) que enseñaba sólo sus ojos, con el mirar suave y transparente de sus claros ojos. Ocasionalmente, descubría su rostro en público (tal vez, traía reminiscencias culturales de aquella larga dominación árabe sobre los ibéricos), cuando se movía de la salita de al lado, al mostrador de la tienda de abarrotes que tenían.
Don Pupo y doña Chonita habían nacido (y sus padres, también), en un pueblo de la sierra de Sonora. Ahora migraban a la ciudad de Hermosillo, para avecindarse detrás de nuestra casa, en la calle 11, en la incipiente, “Colonia, Cinco de Mayo”. Habían llegado de Suaqui Chico, situado en la juntura de dos ríos y de montañas con ricos minerales. Desde allá inmigraron. Y, entonces: ¡Nuestra calle se suaquizó!
“Con esa mula valedor
Me dan las doce sin querer
Bajo el arado, abandonado
Y la cosecha he de perder…”
Al lado de tienda, estaba su almacén multiusos, ahí había entre los costales de harina, de frijol, de azúcar y salvado para los puercos y gallinas, un petate. Con la llegada del invierno, el almacén se convertía en hostal por la presencia de unos gringos quienes venían de casería, siguiendo, quizá, las huellas de su parentela. Comentan los que saben, que Suaqui Chico aumentó su población con la llegada de forasteros que hubo a principios del último cuarto del s XIX, incluso, algunos norteamericanos, atraídos por el oro de sus serranías. Tal vez, los visitantes de don Pupo eran descendientes de aquella aventura en donde aparecían y desaparecían pueblos según el filo de la veta.
Este sueño de mi infancia fue por allá a finales de los cuarenta del siglo que se fue. Entonces, don Pupo, tal vez tendría la edad de mí Padre y los padres de mi padre, mis abuelos, nacieron en el último cuarto del s XIX, entonces, a lo mejor, estos cazadores pudieron haber sido descendientes de aquellos fuereños.
Se me pasaba presentarles a Ezequiel, mozo de don Pupo, él, ahora está cambiando su petate, en busca de otro rincón de alojamiento, para hacer espacio para acomodar los catres plegables de los invitados. Ezequiel, era un nativo descendiente directo de la Nación Ópata; fundadora primera del poblado, Suaquim. Con el tiempo, al caserío le quitaron la eme de su nombre y le llamaron, “San Ignacio de Suaqui”, después le agregaron, el chico, a Suaqui y quedó, “Suaqui Chico”, y enseguida fue, “Suaqui de Batuc”. Ignoro, si este fue el orden cronológico de esta toponimia. Ezequiel era trabajador como pocos, y mejor, con el hacha. Andaba en cueros de la cintura para arriba, y para abajo, un cordón sostenía un pantalón raído (como la moda de ahora) remangado hasta las rodillas. Eso sí, el soyate (mezcal) nunca le faltó. Ezequiel era una persona buena. Malos, éramos nosotros, cuando le gritábamos “¡nailon!”. Él se encolerizaba. Nunca supimos el por qué aquella palabra lo agredía, lo que sí sabíamos que aquel grito lo enfurecía. En contraste, alguien nos enseñó el, ¡“mai crismas! ¡mai crismas”! para pedir regalos de navidad a los cazadores, quienes, con una sonrisa nos mandaban al carajo.
“Ando buscando un novillo
Que del carral se salió
Tiene la cara morena
Como la tiene mi amor
Pero, ay, ay, ay, que risa me da…”
Hoy podría pensar que don Pupo y su Chonita eran unos criollos descendientes de aquellos españoles que llegaron a Suaquim. ¿Cuándo? Tampoco lo sé. Don Pupo calzaba tehuas (de cuero de mula, que ya habían amansado a sus pies), y en la cabeza se acomodaba un fino sombreo de palma, sin horma, picudo, pero de bien rematadas alas.
Ignoro, sí el segundo apellido don Refugio Noriega, era Ruiz o, lo era de doña Chonita, porque enseguida del almacén, en la casa de al lado, vivía la tía Rosa Ruiz, lugar, a donde llegaban los López Ruiz de visita.
El tiempo pasa y con él, llegamos a la adolescencia de la secundaria y a los bailes de la primera juventud de la preparatoria, en donde preferíamos las tonadas “corriditas” para eludir los tropezones y evitar las pisadas de los pies de las muchachas que aguantaban nuestras torpezas danzarinas.
Dice Aristóteles, que hay amistades, de negocios, de chistes, de paso, de amores, de… Pero amigos, lo que realmente es un amigo: sobran tres dedos de la mano para contarlos, y en uno de mis dedos estaba y sigue estando, uno de aquellos López; ayer, dándonos ánimos para vencer el miedo para sacar a bailar a las muchachas que le conté arriba. Y, hoy, casi setenta años después, nos seguimos alentando para no trastabillar por nuestros propios pies. HURRA.
“El zopilote, lento, lento volará
En la pradera está
En las montañas también
Algo buscará
Donde encontrará…
No tiene plumas en la cabeza
Y si lo ves mi amor, no te asustes con él
Es muy sereno
Es su manera, es su manera
El zopilote, lento, lento volará…”
A don Pupo le gustaba el trago de bacanora y ahí estaba el tololoche chicoteando a La Mula bronca, al Novillo despuntado y haciendo volar al Zopilote remojado que, entre rendijas, sus gustos se metían en el nuestro, para con fruición, saber el sabor para saborear la vida.
No sé si en usted, pero en mí, creo llevar la cultura de todas las culturas de la historia migrante de la humanidad. En el Zopilote Remojado y en el redondel de torear de Suaquí, está el paso doble y la muleta española de Pedro Romero; en el soyate lo ópata, la influencia africana, mongola, griega, romana, árabe, judía, cristiana, azteca, española, Cortes y Malinche; todo, nos ha venido imprimiendo la figura que portamos.
Pero, sí hurgamos por debajo de este añadido cultural, encontraremos algo de nuestros cimientos. En mí, aquellos cantos que, de niño aprehendí al pie de la letra, ahora los podría poner como:
El pie de página de mi vida.
“El Zopilote, lento, lento, volará…”
José Rentería Torres