Escuela de Derecho. Testimonios de su fundación en 1953. 2° de 4 partes
“Antes de que desaparezca por completo la fisonomía especial de aquellos tiempos, antes de que la barreta destruya sus últimas fachadas, antes de que el andamio se levante frente a casas que se desploman y antes, en fin, de que oiga el cantero indiferente a todo cantar o silbar, a la vez que labra con tesón la nueva piedra que cambia el espacio de lo que fueron nuestros antepasados, venimos a evocar sucesos, fechas y costumbres que pasaron para que las futuras generaciones no tengan que excavar entre las ruinas del olvido.” Luis González Obregón.
NOTA: El 100% de mis alumnos y la mayoría de los docentes ignoran la génesis y avatares de su Alma Mater jurídica.
IV.– Testimonio del licenciado Roberto Reynoso Dávila
“Desde 1953 me desempeñaba como maestro de Sociología en la Escuela Normal del Estado y Juez Primero Penal en Hermosillo. Había fungido como Juez Penal en Cd. Obregón y en 1954 el Lic. Enrique E. Michel, director fundador de la Escuela de Derecho me llamó para cubrir el Curso de Derecho Penal, el cual he impartido ininterrumpidamente hasta la fecha (junio de 1997).
En mi docencia han desfilado muchos jóvenes con grandes inquietudes académicas y que han destacado con éxitos en la vida profesional, que dan plena realidad al aforismo de que el alumno supera al maestro. Para no herir susceptibilidades y, sobre todo, para no incurrir en injustas y lamentables omisiones, sólo voy a referirme al Lic. Miguel Ángel Cortés Ibarra, destacado funcionario público en el área de la Justicia, catedrático de Derecho Penal, exitoso postulante en los tribunales y, entre sus actividades académicas, ha escrito un magnífico libro de Derecho Penal, inspirado en la mejor doctrina jurídica tiene la gran importancia, para nuestros alumnos, de referirse a la legislación de Sonora.
Tuve el privilegio de prologar su primera edición en 1971, porque el Lic. Cortés Ibarra, sin aires de vana petulancia, como a veces ocurre, del pedestal de su bien ganado prestigio, vuelve sus miradas a quienes fuimos sus maestros y no obstante habernos superado en algunos aspectos, nos guarda permanentemente afecto y consideración. A mi modesta persona corresponde, el Lic. Cortés Ibarra plasmó en escrito, indeleblemente, su afecto y consideración en el Prólogo que gentilmente hizo a mi libro de Introducción el Estudio del Derecho Penal en 1991. La mención la hago como un botón de ejemplo de lo grato y redituable moralmente que resulta la labor docente; en cada ciclo escolar aumentamos en el inventario de nuestros afectos, nuevos amigos, nos rejuvenece el convivir con las siempre nuevas generaciones de jóvenes con grandes anhelos culturales, con sus planteamientos e inquietudes nos hacen reminiscencia de una etapa que inexorablemente se nos ha ido.
Todo hombre bien nacido recuerda con cariño y con respeto a sus mayores, haciendo a un lado los defectos y fallas de estos, como los hijos al recordar a sus padres mantienen un gran amor póstumo a su memoria, no porque su madre haya sido Miss Universo, ni su padre un grande y próspero ejecutivo, sino, al contrario, entre más modesta y humilde hayan sido los padres, más se acrecienta nuestra infinita veneración. También, un buen universitario debe mantener muy alto el prestigio de la Institución en la que se ha formado y la de sus profesores, porque la depredación o enaltecimiento que hagamos de los mismos, se revertirá sobre nosotros. Es como la familia, denostémosla y nos denostamos; honrémosla y nos honramos.
Cuando el Lic. Alfonso Castellanos Idiáquez renunció a la Dirección de la Escuela de Derecho, el H. Consejo Universitario me designó para sustituirlo, previamente, en asamblea de los estudiantes, frente a los posibles candidatos, por votación mayoritaria se señaló a mi modesta persona.”
Testimonio de la primera alumna Beatriz Eugenia Montijo Híjar
“Aún fresco en el recuerdo el cuadro de aquel verano intenso, como todos los de Hermosillo, en que Raúl Encinas Alcantar, el compañero más modesto de todos los preparatorianos, el más moreno y el más amistoso y amable, iba y venía apurado, realizando gestiones del grupo para obtener la fundación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sonora. Compartíamos esa esperanza pues, como él, yo también veía la fundación como única posibilidad de cumplir mi ambición de llegar a ser abogada, dado que por entonces no se concebía por una familia tan conservadora como la mía, que una hija pudiera vivir alejada por ningún motivo. Seguido nos encontrábamos y me comunicaba los adelantos de sus gestiones y con él me congratulaba, aunque me parecía muy remoto el éxito.
Para nuestra buena fortuna, gobernaba la Universidad un auténtico intelectual amante del progreso que pudiera obtenerse en estos entornos: el Ingeniero Norberto Aguirre Palancares, de feliz memoria, la Universidad de Sonora cumplió su categoría académica de Universidad. Desde que llegó de la Ciudad de México trajo a la maestra Martha Bracho, primera directora de la Academia de Danza, una de las múltiples dependencias que fundó, puedo contar la Escuela de Arte Dramático, donde se impartía oratoria; las Escuelas de Ingeniería, de Agricultura y Ganadería y la de Derecho. Se impulsó la Academia de Música que dirigía la Maestra Doña Emiliana de Zubeldía.
Para noviembre 4 de 1953 se inició la primera clase en la Facultad de Derecho, con una sencillez humilde, se alojó en la parte trasera del edificio de la recién fundada Escuela de Agricultura y Ganadería, donde hoy se ubica el CICTUS.
Fue allí donde ese día, a las ocho de la mañana, se impartió por vez primera en esta Universidad -como cuatro siglos antes había sucedido en la Real y Pontificia Universidad de México-, la primera cátedra de Derecho Romano. Se impartió en Latín por el Maestro distinguido internacionalmente, Fortino López Legazpi, insistía en que empleáramos el Latín para definir las instituciones romanas del Derecho, afirmaba -como lo he constatado-, que existen conceptos legales que pierden mucho en su traducción, sólo conociendo el idioma se puede comprender a fondo una institución. A la fecha casi lo he olvidado, pero aún resuena el eco de las definiciones de las diversas instituciones: Obligatio est juris vinculum quo necesitate astringimur solvendi rei secundum nostra civitatis jura; y tantas otras que nos vienen a la memoria apenas abrimos un libro sobre la materia. No es extraño, los compañeros que por primera vez cruzábamos el umbral de la Facultad habíamos tenido la enseñanza del Latín durante dos años, en clase diaria impartida en la Escuela Preparatoria por el agradable pero inconmovible maestro, cuyo nombre hoy se escapa a la memoria. Habíamos estudiado Griego, aunque no con la asiduidad ni exigencia del Latín, pero que también nos sirve cuando nos adentramos en estudios filosóficos. El Francés nos fue útil en nuestros estudios de Derecho, en el año que estuvimos en el Doctorado de la UNAM Tal era la calidad académica de nuestra Escuela Preparatoria por aquel entonces.
Nunca olvidaremos el verdadero amor que el Maestro López Legazpi ostentaba en cada clase hacía las instituciones romanas, respeto y veneración que ha perdurado hasta hoy en nosotros. Resuena en mis oídos el concepto tan repetido: ‘El Derecho romano es eminentemente práctico’, que luego mostraba en la forma de funcionar su procedimiento, como en aquel in juste voco -te convoco a Juicio-, con que iniciaba el jaloneo para llevar ante el Magistrado al que luego resultaría demandado, en donde se nos daría la receta, el orden de la secuela procesal ante el Juez. Era realmente pintoresco, ilustrativo y bello su estudio y así la traté de impartir cuando tuve la oportunidad de compartir con el Maestro la cátedra, cuando se dividió en Instituciones y Obligaciones y Procedimiento. Hacía en clase representaciones de estos movimientos. Con tanta dedicación que nos contagió su entusiasmo y la veneración por el Derecho.
Pero su brillo no opacaba el lucimiento de otras cátedras que recuerdo con admiración, como la de Introducción y Personas en Derecho Civil, de Don Alfonso Castellanos Idiáquez, quien después ocupara, primero la dirección de la Escuela y después la Rectoría; fundador y durante varios periodos Presidente del Colegio Sonorense de Abogados, transformado en Barra Sonorense de Abogados, A.C. ‘Colegio’, en cuyo cambio fui comisionada para las gestiones ante notario e intervine en la redacción de las mismas, ya como miembro.
La autoridad y grandilocuencia con que presentaba su mañanera lección de Sociología el Maestro Abraham Filipo Aguayo, era motivo de no pocos comentarios entre el joven grupo de estudiantes: Josefina Pérez Contreras, Guadalupe Aguilar Cons, Óscar Figueroa Félix, Rogelio Rendón Duarte, Manuel Rubio González, Fernando Romero Dessens, Rodolfo Moreno Durazo, Fernando Moraga, Enrique Moraila Valdéz, Héctor Migoni Ramírez, Pedro Flores Peralta, Jesús Enríquez Burgos y Raúl Encinas Alcántar, algunos en vano tratábamos de emular la grandilocuencia del maestro que, ‘constantemente pues…’, nos exponía brillantemente su mensaje de siete a ocho de la mañana.
También el Licenciado Enrique E. Michel impartía Doctrinas Económicas por la mañana, entrelazando sus quijotescos puntos de vista, que pronto aprendimos a valorar. Le tocó la distinción de ser el primer director.
Poco duró en su cátedra de Introducción al Estudio del Derecho el Maestro Carlos López Ortiz, pero durante el tiempo que nos la impartió, nos comunicó una lección de prudencia y modestia, impresa en nuestras mentes y ojalá que en nuestras acciones.
Estos fueron los maestros fundadores. Cada uno daba todo por elevar su cátedra y juntos lo lograron. Sin embargo los que tal dádiva graciosa recibimos, debido más a nuestra juventud que a nuestro sentido de gratitud, ignoramos su valor, hasta que tuvimos oportunidad de probarlo y constatarlo en otras latitudes. Para el siguiente año lectivo había emigrado a la Universidad Nacional la mayoría de los fundadores, quedamos aquí solo Josefina Pérez Contreras, Guadalupe Aguilar Cons, Oscar Figueroa Félix, Rogelio Rendón Duarte, Manuel Rubio González y yo, hasta recibirnos. No olvidaré la sorpresa al conocer el buen fundado criterio que en el Doctorado de Derecho de la U.N.A.M. externaron, cuando supieron que iba de esta Escuela. Tampoco la impresión cuando los egresados de aquella Universidad me preguntaban algunos conceptos al estar cumpliendo el examen de idiomas, indispensables para inscribirse. Todo esto da idea del alto nivel académico que entonces había no solo en la Universidad de Sonora, sino en el país.
Recuerdo las travesuras y esparcimiento: entre una cátedra y otra, sentados bromeando en el césped bajo los frondosos árboles. Las iniciativas para lograr los apuntes de uno u otro maestros de la UNAM, que una vez nos metió en el aprieto de ser considerados como creadores de una edición pirata de los apuntes de Derecho de Amparo del Maestro Alfonso Noriega Cantú. Los preciosos y bien organizados festejos de aniversario en que figuraba siempre cena baile, ceremonia literario-musical y alguna conferencia impartida por maestros de extramuros, bien de la Escuela Libre de Derecho o de la UNAM.
Las características personales que enfatizábamos para hacer enojar a los compañeros: el menos apegado al estudio, Rendón; el más carita, “el Cuyo”; la más seria y enojona, “la Chepina”; el más teatral, Rubio; y un etcétera que no termina sino con la lista de todos. Teníamos nuestro talón de Aquiles que los demás compañeros pronto encontraban. Yo aún dolía cuando me llamaban ‘Juana de Arco’, por haber organizado, desde Secundaria, la primera huelga universitaria. Las valiosas horas que pasamos con los ejemplares maestros, nunca han de borrarse de nuestro intelecto, ni de nuestro corazón el agradecimiento por sus luces.
En el segundo año vinieron a aumentar la cátedra los maestros Roberto Reynoso Dávila, con Derecho Penal; Miguel Ríos Gómez, Procesal Penal; Ramón Corral Delgado, Constitucional; y el Maestro Manuel V. Azuela, con Derecho Procesal Civil. En el Tercero entró el Licenciado Miguel Ríos Aguilera con Derecho Laboral y Derecho Administrativo; y el Licenciado César Augusto Tapia Quijada con Obligaciones y Contratos. En el Cuarto la Escuela recibió un apuntalamiento con maestros de la U.N.A.M., los Licenciados Carlos Arellano García, primer maestro de tiempo completo, una serie de clases, como Derecho Administrativo y Derecho Internacional Público y Amparo. El Licenciado Cipriano Gómez Lara impartió Filosofía del Derecho; y el Lic. David Magaña Robledo, Derecho Procesal Civil. Mi primer contacto con el Derecho de Amparo lo tuve con el Lic. Mario Gómez Mercado, de imborrable memoria, tuve la oportunidad de tratarlo como primer Juez de Distrito, observé el señorío que da, a la investidura, la honorabilidad de un profesional preparado como el maestro, después ocupó una Magistratura en el Tribunal de Circuito de Guadalajara, ya perdí su contacto; y el Lic. José Antonio García Ocampo impartió, desde entonces, Garantías.
Fue durante el último año de mis estudios que resulté electa, con Ignacio Guerra Rodríguez, representante al Consejo Técnico, aproveché para iniciar la campaña abolicionistas de la pena de muerte, a raíz de que durante una práctica forense voluntaria, había descubierto y estudiado los casos de los que estaban en capilla: “los Huipas” y los homicidas de una señorita que vivía al final de la Calle Serdán y de quien, por respeto a sus parientes supérstites, callo su nombre. Me percaté de que, en ambos casos, llevar adelante la pena encerraría grandes injusticias, por ello, en una máquina del Licenciado Ríos Aguilera, en donde yo litigaba como pasante, hice la promoción que días después, firmada por ambos, se presentó al Consejo Técnico y que después, suscrita por todos mis compañeros de Derecho, se presentó ante el Ejecutivo, sin que trajera por entonces otra cosa que una cauda de denuestos públicos y privados a mi persona, que desgraciadamente, debido a mi inmadurez de entonces, no guardé, habiendo sólo conservado en el expediente relativo, las felicitaciones de varias entidades de la República, todos para los estudiantes y que deberían de ser guardados no en un cajón de mi archivero, sino en sus anales, que ya es tiempo de que se redacten y conserven. Fue el primer fruto social de nuestra Escuela, pues años después, un estudiante que cursaba durante la campaña abolicionista su primer año, que por entonces respaldó con una colaboración periodística que conservo, llegado a la Primera Magistratura del Estado, habría de convertir en realidad. Así llegó a ser fruto del esfuerzo estudiantil la abolición de la pena de muerte realizada por el Gobernador Carlos Armando Biebrich Torres.
Pero la vida universitaria se veía a veces ensombrecida por actos que evidenciaban la influencia del Estado en las decisiones únicamente pertinentes a los universitarios, no pasaban desapercibidos para los aguiluchos del honor, a veces dieron lugar a movimientos estudiantiles, como aquella segunda huelga universitaria con motivo del dedazo recaído en un político y no de un intelectual, como los estudiantes soñábamos que viniera después del Ing. Aguirre a tomar el timón universitario. Pero ni la huelga valió, entró el primer político a gobernar la Universidad que, desde entonces, poco a poco se fue ‘politizando’, colando a los poderes del Estado, hasta que hoy ya no se ve como extraño lo que antes no se soportó por los aguiluchos.
Estos y muchos más recuerdos guardo, unos en mi archivero físico, otros en el de la memoria, cuando no en el corazón, mientras que voy y vengo de impartir a mi vez las cátedras. Algunos cuelgan en las paredes de mi despacho, como mi título de ‘Licenciado en Derecho’, así reza, motivo de otra anécdota que ha lugar a contar en algún otro tiempo. Lleva inscrito el número 1 (uno), es el que abre el Libro de registro, mi examen profesional fue el primero, como también fue mi inscripción, pues en la historia de la Escuela figuro como primera. Por estas razones, cuando el Licenciado Héctor Rodríguez Espinoza me convocó a colaborar con él en la escritura de estas cuartillas para su libro, no pensé dos veces en hacerlo, aunque ello me privó del tiempo que requiero para muchos otros compromisos, los más de índole intelectual o académico, y porque pienso que mejor que loar la obra, es colaborar con ella.”
(Tomado de “Evocaciones de un Universitario”, Héctor Rodríguez Espinoza. Ed. de autor, Imprenta Universidad de Sonora, 2015. Amazon.com.mx, coleccionable, continúa).
Héctor Rodríguez Espinoza