Columna Contracanto
Un chico nuevo en pueblo era su rola favorita. Le subía a la grabadora y se ponía a bailar con un pasito semilento. En las faldas del cerro, como dirigiendo una orquesta filarmónica, movía las manitas.
Tenía la greña un poco crecida. Y la sonrisa como un retrato. Vago desde morro, se iba del Jito, su barrio, a Las Pilas. Camareaba con Juan y Pedro. Sacaba un sorbo de caguama y nos la ponía de pechito. Así como nos puso un montón de balones en medio de la cancha.
El Tiralá, le decimos. Y hoy que he vuelto a ver al Galo, su carnal, después de no sé qué tantos años, le pregunté por mi compita. “Uh, al Tiralá tengo más de veinte años que no lo miro. Sé que vive para la Villahermosa”. Nos topamos de saludo y también le dije que hace poco miré al Juany, su otro hermano.
Volví a la baika y a cada pedalazo los recuerdos. Por ejemplo, de cuando nos amanecimos en el callejón del barrio, escuchando una y otra vez el casete de Las águilas, ese que incluye Hotel California, la joyita maravillosa de los setentas, nuestra época, la generación de la libertad, de un peso el camión y hasta el estadio Héctor Espino, de a patín a las albercas y el vivero. Éramos unos pájaros y teníamos el deseo de bailar. También beber.
Pasaron los años y el Tiralá le entró al jale de pintar casas. El ir y venir con sus tramos de mezclilla, tenis converse, también le gustaban las botas Ringo. A tiro por viaje me lo topaba, nos poníamos a camarear y una que otra vez una cheve dos.
Ya al rato coincidimos en el campo del Cobach, él defendiendo la camiseta del Jito, yo con la casaca del barrio La hacienda de la flor. Los meros tiros nos pegamos. Luego se fue a jugar con la clica de la Piedrabola, y allí nos seguimos encontrando, en la cultura de la cheve después del silbatazo final.
Hacíamos bolita y nos contábamos las chingaderas de la semana. Desventuras y victorias. Conversábamos también los saldos del partido, el golazo en el ángulo, la carrilla de la raza. Atodamadre ya en los noventa, veinte años después de esa rola también ícono que es Hotel California.
Lo que quiero decir y no aterrizo, es que ahora ando buscando al Tiralá. Con ganas de encontrarlo y corroborar su sonrisa como de fotografía, para constatar si aún conserva los rizos y el pelo a medio crecer, si camina zambo, si es igual de ocurrente con su voz de ternura que construye frases hilarantes.
Si me lo topo última hora y se pone a bailar, porque está bien curado y última hora también su apuesta sea definitivamente a la alegría. Desde siempre.
Amalaya volver a los días de esos pasos semi lentos, o al drible que nos hacía a todos, a la enjundia en su manera de patear el balón. El Tiralá es el embajador de las curas, el del caguamón en la mano, el del uniforme holgado, el de las carreras por la lateral y centrar al medio.
Un tabaco y las tres. La rola bajita desde la grabadora de cuatro bocinas, el pañuelo en la bolsa trasera, una morrita de su mano en la expo.
El Tiralá es la amanecida de rigor, contando charras, mirando al cielo. En la memoria.
L. Carlos Sánchez