Columna Contracanto
Evocar el frío. En derredor de la fogata. Las minucias del último trago y el deseo de convertirlo en más. Pasábamos las horas sintiendo el sereno, acariciando la noche con palabras que hacían el recuento de los días.
Lo teníamos todo, el paraíso ante nuestras miradas: el campo abierto y árboles que resguardaban los secretos de la infancia. Comíamos guamúchiles y apeábamos tórtolas a pedradas.
La generación silvestre, nos dijo una vez el varillero, el señor jorobado de sombrero de palma que cada semana sudaba su caminar por el pueblo. Lo entendimos después, con los años. Se refería a nosotros, la palomilla, porque cada vez que llegaba a nuestras calles era testigo de nuestras acciones. La generación silvestre, nos dijo esa vez mientras descansaba debajo de un eucalipto.
Del morral extraía hilos de colores, agujas, vaquetas, estampillas. Sabía ganarse nuestra admiración cuando de un pañuelo rojo desenvolvía canicas. Lo adoramos siempre y en el juego su nombre tenía cita a cualquier hora del día. El juego del varillero consistía en golpear con fuerza la última piedra del cuadro dibujado en la tierra, con la canica más pequeña, en el rebote estaba la victoria. Al que ganaba le tocaba de premio comer los guamúchiles que entre todos bajábamos. Y la canica jamás la volvíamos a ver.
Algunas veces extraía libros del morral. Con voz aguardientosa y cansina, leía para nosotros. Allí supimos la magia de la imaginación desde las palabras. Invariablemente nos leía la historia de dos marineros que salvaban sus vidas al sujetarse del tanque de gasolina que arrojaba la panga al hundirse.
Nos la sabíamos de memoria. Algunas noches en derredor de la fogata, íbamos contando en colectivo, alternábamos las voces y al final de la narración urdíamos un día conocer la mar. Pero si ya la conocemos, dijo esa vez el más disparatado de la banda. No hubo manera de contradecirlo. Entendimos luego que esa historia contada por el varillero, provocaba que nos revolcáramos en la arena y desde el placer contemplar las olas: la fortaleza de los marineros que remaron en su intento por llegar a tierra.
Un día llegó cargado de cachivaches, Porque esta es la última cita con este pueblo, nos advirtió. Nadie le creímos, quizá la felicidad de llenar los bolsillos con obsequios, nos distrajo la atención sobre la advertencia.
Jugamos los días sucesivos, en su honor. Fogatas y palabras, la elocuencia de un mar que nos descubrió el varillero. Así el tiempo y su transcurso, como la vida envuelta en el morral del emblemático caballero de la joroba que tomaba café indistintamente en los hogares del pueblo. La compañía virtuosa de quien todo lo sabe: remedios para el embrujo y mal de amores.
Lo empezamos a extrañar cuando las canicas se perdieron por las veredas hacia el monte, cuando las hilazas insuficientes se prendieron de la inquietud de las doñas y del tendero que revendía al por mayor en época de rituales de semana mayor.
Lo extrañamos más aun cuando ya sin aliento el perro de doña Laura amaneció con el hocico abierto y las patas tiesas. La incertidumbre sinónimo de ignorancia, porque nadie supimos la causa, los síntomas claves que el viejo aquel siempre concluía, desde el diccionario de su voz.
El varillero cumplió su promesa. A nosotros nos legó el dolor de su ausencia, y el nombre de la palomilla nacida en el setentaitrés: La generación silvestre.
L. Carlos Sánchez