Columna Contracanto
La conmoción es un golpe en la cabeza. Contra la banqueta. Y repetir el impacto. Una y otra vez, mientras un río diminuto nace en la frente. El color de la desolación.
Esa vez lo vi tirado, dando tumbos del cuello hacia arriba. El resto del cuerpo: inmóvil. Las muletas en su costado, como que no alcanzó la fuerza suficiente para abrir el portón.
Al Laco antes lo trajeron al barrio, en ambulancia, porque se desplomó el techo de su casa, le cayó encima, entonces lo llevaron al hospital para repararle una pierna, un ciempiés como cicatriz, la dificultad de movimiento.
Pero antes lo vimos entero, contoneando su vida a lo largo y ancho de la calle, salirle de noche en búsqueda de lo que el cuerpo y la mente requieren. Los labios pintados de rojo, un vestido entallado, con la mirada gacha como queriendo ocultarse de sí mismo.
Pero se divertía y al amanecer regresaba cargado de historia, los olores impregnados en la ropa y en la emoción latente.
Luego pergeñaba la bata del uniforme, se alistaba y le hacía la parada al camión. A las horas regresaba del jornal. Aventaba trozos de pan a los pichones, cantaba la tarde y antes de encerrarse otra vez narraba historias de cuando era intendente de una farmacia y a la vez de una lavandería. “Agarraba yo los puros pesos”.
Cuentan quienes lo conocen, que el Laco tuvo el poder de las monedas, porque ya entrado en años y experiencia, rubricaba el final de las recetas, tenía licencia, eso le generaba comisiones altas en la farmacia.
Vino la debacle: cerraron el changarro, se alió a un carpintero del barrio y semanalmente le alcanzaba para lo básico, pero tuvo que emigrar a una chamba con seguro social y prestaciones, para que no le quitaran la casa de interés social.
Allí fue donde la prendió. Con varios de sus compas las puestas de sol se convirtieron en destape obligado, de caguamas. Horas y horas de hacer el recuento de lo vivido. La embriaguez como un relax a las penas.
Ya no las mejores garras, ni los vestido, ahora un sombrero de palma para capotearse del sol y esconder los días ausentes de lluvia sobre su cuerpo. Así los días con las noches. Alguna vez las manos generosas de las vecinas levantándolo en peso para meterlo a su casa. También un taco y un trago de café.
Al tiempo el Laco más enflaquecido, enjuto y la mirada opaca. Se le vino la hecatombe cuando lo del techo derruido. Pero dio la pelea. Salió del hospital varios meses después de su ingreso. Se le veía cachetón y despercudido.
No faltó quién le arrimara el trago, ya en la cama de su casa, en la penumbra solitaria, en sus monólogos que cada vez se fueron intensificando más y más. Las historias que son recuerdo.
“Si yo me aliviara de la pierna, si quedara bien, mañana mismo me iba a trabajar”, le dijo a uno de los socorristas que lo alivianaron cuando ya el Laco estaba de nuevo sumergido en un charco de su propia sangre.
Qué resistencia la del cabrón, opinaron las vecinas. Porque creíamos todos que ya no la contaba. Pero esa vez se lo llevaron de nuevo al hospital, el diagnóstico: muerte cerebral. El debate entre la vida y la muerte. Al Laco lo tenían intubado, para que el cerebro se le desinflamara, porque los golpes contra la banqueta le abrieron un boquete inmenso en la cabeza.
El duelo en silencio, sin más comentarios que una esperanza levísima. Aun así pensábamos en la posibilidad de su regreso. A los días lo vimos venir, cantando, trepado de sus muletas. Y a visitar una por una las casas de las vecinas que lo acogen, a narrar lo que se vive cuando el alma se desprende del cuerpo.
A tono las palabras con los tragos. Porque todo está consumado. “Para qué sirvo solo, sin mujer, sin hijos”, dijo el Laco ante los cuestionamientos de su desamor por la vida. La soledad en un cuarto sin luz.
Pero la mañana sorprende. Hoy he visto al Laco en compañía de un perro. Las caricias más tiernas que se asoman junto con el sol. Sobre la banqueta donde una vez el impacto contra la cabeza, una sonrisa entera rubrica la existencia de la vida: en compañía. El perro le encaja sutilmente los colmillos a las manos del Laco.
L. Carlos Sánchez