Columna Desde la Polis
En mi infancia, cuando en nuestra comunidad ocurría algún asalto bancario, un homicidio “pasional” o una persecución policiaca, estábamos frente a un acontecimiento que monopolizaba la atención de los medios de comunicación. En aquellas épocas, escuchar hablar de víctimas era producto de alguna referencia a fallecidos o sus deudos, tras algún grave accidente o fenómeno natural. Y todo ello ocurría en lugares lejanos a nuestras comunidades sonorenses. Hoy, vaya que el panorama ha cambiado.
La criminalidad, así como la desgracia (van de la mano, pero la segunda puede o no deberse a la ilegalidad) han existido en nuestra región desde hace décadas, pero la gran diferencia es que cuando antes los delincuentes (o intereses especiales) eran supervisados y/o regenteados por los gobernantes, ahora esa dinámica se ha invertido y por lo tanto, el descontrol y la impunidad, así como la incidencia de tragedias ha ido a la alza. En esta línea de ideas, ha incrementado dramáticamente el número de víctimas en Sonora y me temo que nos estamos quedando muy cortos -todos- en el manejo que estamos dándole a esta realidad.
La manera en la que las sociedades tratan a sus grupos más vulnerables indica de qué están hechas. Uno podría pensar que las víctimas pertenecen a estos estratos, pero yo invito a que reflexionemos con detenimiento este aspecto. Para ello, utilizaré tres ejemplos. En el primer caso, un joven de Empalme, que no ingresó al bachillerato por una precaria condición económica en casa, con varios hermanos y sólo una jefa de hogar. Este muchacho, en un entorno adverso, vio en la delincuencia una salida económica a sus problemas. Se involucró en el crimen organizado, primero como “halcón”, luego como vendedor de crystal y luego como sicario. Un día lo desaparecen y ejecutan, junto con su célula operativa. Segundo ejemplo: un joven matrimonio de clase popular; ambos padres de familia trabajan para sacar adelante al hogar. Por las facilidades de costo y cercanía, así como por la necesidad de trabajar, inscriben a su hijito de dos años en la Guardería ABC. Tercer ejemplo: un empresario del ramo industrial en Hermosillo es invitado a una reunión cívica sobre la necesidad de activar políticas públicas de desarrollo social, para afectar directamente el clima de inseguridad. Se le explica que lo que hacen los esfuerzos locales (encabezados por los ricos de la aldea) por abatir la problemática social de la que abreva la delincuencia, es superficial y que por más alto que levante el muro de su mansión, el problema un día lo puede alcanzar, pero él se siente infalible. Medio año después, un grupo armado entra a su hogar, amordaza a miembros de su familia y les vacía la casa.
No se necesita ser pobre o venir de un hogar resquebrajado para ser víctima. Esta semana me volví a reunir con un nutrido contingente de las llamadas madres buscadoras. Como ya lo he descrito en otros artículos, ellas y sus seres queridos (unos la debieron y la temieron, pero otros no) son víctimas… pero lo que comienzo a darme cuenta es que como sociedad, no hemos ni comenzado a comprender que este tipo de fenómenos nos afectan profundamente como un todo. Si nuestras instituciones encargadas de proveernos con seguridad y justicia (policías, fiscalías, ministerios públicos, jueces) demostraron estar en franca decadencia o -en el mejor de los casos- al servicio de poderes corruptores… todos somos víctimas.
En este sentido, me parece histórica la decisión que desde el inicio de su gobierno, López Obrador emprendió frente a las víctimas. Al reconvertir a la Segob en una dependencia enfocada en los Derechos Humanos, la subsecretaría encabezada por Alejandro Encinas se dedicó a atender el fenómeno (tan hondo, tan diverso y tan difícil) de las víctimas en este país. En el caso de los desaparecidos, por ejemplo, tienen bases de datos de casi seis décadas. Sin embargo, desde la Federación no se puede hacer todo. No es ni viable ni sano esperar que el centralismo Tenochtitlanesco resuelva los problemas del país.
A los sonorenses sólo les tomó tres años para repudiar al actual gobierno estatal, a su “visión” y estilo de trabajo; así lo demostraron en las elecciones del 2018. Es imperativo que el próximo gobierno sea diametralmente opuesto en la atención que le da a las víctimas y sobre todo, debe involucrarlas en el proceso para recuperar la funcionalidad de las instituciones, hoy tronadas por muchos años de ineficiencia y corrupción. Quienes padecen el calvario de la inoperancia, tienen identificados los principales problemas. Se necesita mucha sensibilidad y mucho conocimiento para entrarle -sin simulaciones ni demagogias- a esta problemática. Lo más interesante es que al ser tantos de nosotros víctimas de esa inoperancia generalizada, somos tantos los que tenemos el deber de involucrarnos en las soluciones. “Sólo el pueblo puede salvar al pueblo”, ¿se acuerdan?
Jesús Manuel Acuña Méndez.
@AcunaMendez
El autor es Presidente Fundador de CREAMOS México A.C. y especialista en políticas públicas por la Universidad de Harvard. jesus@creamosmexico.org