A la memoria de Primo de la Rosa
No hacen falta palabras muy complejas para decir lo indecible. Hacen falta, tal vez, las palabras correctas. Afuera, el viento mece las hojas; llueve en algún sitio; y cae el rocío del verano como un gesto, una caricia. Afuera, el color del sol va siempre del amarillo al magenta; las palomas se pasean por catedral; deambulan los perros hambrientos con la piel calcinada. El mar sigue revuelto. Y es que los hemos perdido tan pronto.
Cada vez que veo los obituarios me canso de las plegarias y los deseos de resignación, de las prontas muestras de afecto y lo poco que podemos decir que valga la pena. Me canso porque es inevitable repetir hasta el hartazgo el “QEPD”, o el “que dios lo tenga en su santa gloria”, o pensar que la muerte es un descanso después de lo que sea que esto parezca. De nuevo, no son, creo yo, las palabras correctas.
¿Qué decir, entonces, ante el dolor? ¿Qué hacer cuando de veras el dolor es incomunicable? Las pocas palabras que decimos, ni siquiera de viva voz, bastan para los que quedamos. En un país repleto de muertos, los vivos son los que, de una u otra manera, se dicen a sí mismos estas cosas para sentirse mejor. Yo por eso no especulo cuando Primo, uno de nuestros desaparecidos más recientes, caminó tras de su alma el sábado pasado, por decirlo con palabras de Abigael Bohórquez (sé a ciencia cierta que a Primo le hubiera gustado que lo quisiéramos tanto como él quería a sus perros, sobre todo al perro que alguna vez fue mío).
Yo no sé si ustedes, los desaparecidos, los muertos que siguen tan indóciles especialmente ahora, descansan o no. Yo no sé si están en la inmensa gloria de dios ni lo que eso significaría. Sé nada o muy poco del vacío después de la muerte. Yo sólo sé de esta tristeza profunda que nos aqueja, del poco optimismo que nos queda ante lo que aparenta ser inevitable, de la resignación de tener que repetir las mismas palabras que significan muy poco ante el duelo.
Sé que hay poco qué decirles. Lo que es cierto es que es importante esforzarse un poquito más para reconocer que morirse es una forma de estar presente. Algunos incluso tienen el atrevimiento de decir que debemos enfocarnos en los sobrevivientes, en los que seguimos aquí, en los que lograron salir del paso ante la pandemia o las balas o lo que sea. ¿Qué hacemos entonces con el dolor si lo único que nos dicen que hagamos es “enfocarnos en ser felices”, en “pensar en lo positivo”?
Dolerse es también una forma de estar juntos. Condolerse es reconocer que la deuda de estar vivos es, también, impagable.
Y así, en fin, les digo lo poco que nos queda, no en una pronta resignación sino en reconocer la diferencia entre la evocación y el recuerdo. Si recordarlos significa pensar hacia atrás, evocarlos es traerlos al aquí, al ahora. No los conmemoro, entonces; los evoco en tanto que viven en mí, en nosotros.
Afuera, los dátiles están en temporada; una gaviota se roba el último pedazo de pan de la mano de un niño a las orillas de Bahía de Kino. Afuera, Vicente prepara los mejores dogos del planeta en la esquina de Colosio y Galeana; una hija ve a su madre anciana por la ventana de su casa, sin tocarse; las noches se sienten cada vez más frescas. Afuera, alguien escribe sin saber si las palabras sanan o duelen más.
El mar sigue revuelto.
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