Columna Actitudes
“En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta.” Pablo Neruda.
Una de las experiencias más profundas y maravillosas de la vida es convivir con los niños. Hace 16 años Rafael, mi primer hijo, falleció y recuerdo con gran alegría sus risas y sonrisas, sus juegos reales e imaginarios, sus besos, sus gestos y maromas, su espíritu por indagar diversos rincones de la casa, su energía para degustar diversos alimentos y demás aspectos que aprendí de él durante ese tiempo. Hoy tengo a mi hijo José Pablo que me desconecta de mis ocupaciones y preocupaciones cotidianas, me anima a no tomarme tan en serio mi devenir diario. Eso no tiene precio.
De ahí que uno de los aspectos que más nos toca el corazón es el admirar a los niños. Es común ver en nuestros días a abuelos que se deshacen por sus nietos en cariños, halagos o payasadas; tíos con sus sobrinos, padres de familia jugueteando de diversas maneras con sus hijos o simplemente un adulto haciéndole muecas a un bebé. Por nuestra vida pueden pasar desadvertidas muchas situaciones o aspectos, pero es raro encontrar a alguien que sea indiferente ante un niño.
Las dos cosas que hacen a los niños tan atractivos para casi todas las personas normales son: en primer lugar, que son muy alegres, y en segundo que, en consecuencia, son muy felices. Son alegres con la perfección que sólo es posible en la ausencia de humor. Las escuelas y los sabios más insondables no han alcanzado nunca la gravedad que mora en los ojos de un niño de tres meses de edad. La fascinación de los niños consiste en que con cada uno de ellos todas las cosas son nuevas de hecho, y el universo se pone de nuevo a prueba.
La verdad es que nuestra actitud hacia los niños es correcta mientras que nuestra actitud hacia la gente está, en algunas ocasiones, equivocada. Nuestra actitud hacia nuestros iguales en edad consiste en una solemnidad servil que cubre un grado considerable de indiferencia o desprecio. Nuestra actitud hacia los niños consiste en una indulgencia condescendiente que cubre un respeto insondable. Nos inclinamos ante gente mayor, nos quitamos el sombrero, nos abstenemos de llevarle la contraria de plano, pero no les apreciamos adecuadamente. Sermoneamos a los niños, les damos consejos, pero los respetamos, los queremos, les tememos. Cuando respetamos algunas cosas en la persona madura, suelen ser sus errores y fracasos o su sabiduría, lo que resulta bien fácil. Pero respetamos las faltas y los desatinos de los niños. Probablemente llegaríamos mucho más cerca de la verdad de las cosas si tratáramos a todas las personas mayores, de cualquier título y tipo, precisamente con ese cariño obscuro y respeto deslumbrado con el que tratamos las limitaciones infantiles.
La misma pequeñez de los niños hace posible que les miremos como si fueran prodigios maravillosos; nos da la impresión de que estamos tratando con una nueva raza que sólo se puede ver con microscopio. Al contemplar vidas tan humanas y sin embargo tan pequeñas, sentimos como si nosotros mismos nos hubiéramos inflado hasta alcanzar dimensiones vergonzosas.
La clave del desarrollo de nuestras vidas consistirá en la medida en que seamos como niños, no que actuemos como ellos; que vivamos el presente como ellos, no anclados en el pasado o en el futuro como nosotros; que seamos sencillos como ellos y no arrogantes como nosotros; que preguntemos como ellos y no “superdotados” como nosotros, que seamos felices como ellos y no preocupones como nosotros. ¡Feliz Día del Niño!