La marcha del fin de semana dejó más preguntas que certezas. No sólo por su magnitud o por la indignación visible entre quienes salieron a exigir justicia, sino por lo que reveló sobre la relación entre ciudadanía, gobierno y actores políticos en un país donde la confianza parece haberse vuelto un bien escaso. Primero, la marcha mostró que existe un malestar profundo y transversal. Familias, jóvenes, adultos mayores y profesionistas caminaron con una convicción sencilla: ser escuchados. Lo hicieron sin estructuras partidistas claras y sin una narrativa unificada, pero con una misma sensación de urgencia ante la violencia y la erosión de la vida pública. Esa espontaneidad confirma que, pese al desgaste cívico, la sociedad mexicana aún está dispuesta a movilizarse cuando siente que las instituciones no están respondiendo. Segundo, evidenció que el gobierno administra la protesta más como un fenómeno a contener que como un mensaje social que debe atenderse. El dispositivo en torno al Zócalo —sus accesos restringidos, la concentración de la tensión en ciertos puntos y la narrativa oficial posterior— alimentó la percepción de que se buscó reducir el impacto político de la marcha. No se trata de represión abierta, pero sí de un tipo de control que deja poco espacio para la confianza.
La marcha también dejó ver que los partidos opositores observan estas expresiones sociales sin tener aún un marco claro para acompañarlas o canalizarlas. No se trata de falta de intención, sino de una distancia que todavía persiste entre las dinámicas ciudadanas y las estructuras políticas tradicionales. En todo caso, la movilización rebasó a todos por igual: fue un recordatorio de que la sociedad puede expresarse sin padrinazgos y sin necesidad de buscar validación partidista. Pero quizá el punto más inquietante fue la presencia —una vez más— del llamado “bloque negro”. Como han señalado analistas y, no pocos, sectores de la sociedad sorprende que el gobierno pueda identificar con precisión quién convoca, cuánto invierte y qué redes sociales participan, pero no logre esclarecer el origen ni detener a un grupo que ha aparecido en numerosas movilizaciones: 8 de marzo, 2 de octubre, marchas por vivienda o por derechos. Esa inconsistencia alimenta sospechas legítimas y mina la percepción de imparcialidad.
Al final, la disputa no fue sólo por el Zócalo, sino por el relato. Para el gobierno, mostrar caos sirve para desactivar la fuerza simbólica de la protesta. Para los partidos, mostrar apertura y sensibilidad será cada vez más relevante en el diálogo con una ciudadanía exigente. Para la gente, lo importante era ser escuchada, no participar en una batalla narrativa. Queda una pregunta mayor: ¿qué vimos realmente ese día?, ¿qué se fabricó?, ¿qué se ocultó?, ¿qué se interpretó? La veracidad se ha vuelto el terreno donde hoy se juega la política mexicana. Y quien controle el relato, controlará también la lectura de los próximos meses.
Moisés Gómez Reyna, Economista y maestro en Derecho Constitucional.



