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jueves, julio 31, 2025

Hoy es el mejor día de mi vida

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Creo que me estoy volviendo loco. Ahora me ha dado por platicar con los árboles, en especial con una ceiba larga y flaca, que recién la han plantado en el parque un poco antes de que empezaran las aguas. Quizá su figura la tiene así porque, en el vivero desde donde la trajeron, la tenían apeñuscada (como tienen todas las matas en los viveros), por lo que creció larguirucha, y por su frágil esbeltez, desde que la sembraron le pusieron una estaca para que no se doblara. Así la conocí, y al pasar le decía: “Ándale, tú puedes, resiste”, y le acariciaba su delgado y espinoso tronco. Pero al llegar las lluvias, su follaje brotó. “¡Bravo! Tú eres el retoño de la vida”, le digo, y sigo por mi camino, y por allá a la distancia, veo una alfombra de un verde tierno y su tiernura cubierta de rocío, que plateado relumbraba con los rayos de sol.

Esta mi loquera me hizo recordar cierto día cuando estaba a la orilla del mar, sentado en una silla con mis piernas subidas sobre un banquito (de esos que venden por el rumbo de Navojoa), viendo el atardecer. Y en aquello estaba, cuando se me acerca una joven pareja (y como las mujeres son más aventadas para eso de emprender una conversación), me preguntó: “¿Qué ve? Hace rato lo veo que está muy quieto, mirando”, y sin esperar mi respuesta, me lanza su impresión: “¿Está borracho o está drogado?”

Luego le cuento sobre este encuentro que me sucedió en la playa de Bahía de Kino. Pero antes le comento sobre una llamada por teléfono que tuve con mi hermana Cuca. Sí, la profesora Cuquita. Nos saludamos y nos preguntamos sobre cómo estaba nuestra salud y después abordamos varios temas que fueron saliendo en nuestra conversación.
“No, no estoy bien, ahora estoy teniendo dificultad para leer”, dice mi hermana de noventa años.
“¡Qué maravilla! ¡Estás perfectamente bien!”, le contesto. “Mira —le digo—, estamos viviendo en una cultura que considera a la vejez como si fuera una enfermedad. Pero no es así. La vejez no es una enfermedad. La vejez es una etapa de la vida (como lo es la niñez o la juventud…), con sus fortalezas y carencias corporales (físico/emocionales), por lo que tú estás completamente sana. Además, eres un personaje”.
“Fíjate, José —me platica—, cuando me llevan de compras, la gente me pregunta si soy la maestra Cuquita, para luego comentarme algo bonito sobre sus hijos o de sus nietos, quienes fueron mis alumnos”.
“Eres tú, todo un personaje…” Uno ha venido creyendo que los personajes son sólo los que salen en los periódicos o en la tele a nivel nacional. Pero no. Mi hermana, quien por tantos años enseñó a más generaciones de alumnos a aprender el gusto para comprender, a través de su tierna y disciplinada presencia, lo es. Por ello fue (y sigue siendo) una admirada educadora en las distintas escuelas que, en su vida, ha venido pasando, y hoy es la amada maestra madre de su extensa familia.
“Fíjate, José, los niños son diferentes” (ahora se refiere a sus bisnietos), “cada uno de ellos es totalmente diferente al otro” —aquí, mueve los brazos, dando a entender: del cielo a la tierra—, “cada uno tiene sus gustos muy específicos, unos traen plastilina y otros corretean… Pero estoy notando que ya no saben leer ni escribir a mano”.

Aquí hicimos un repaso de El infinito en un junco de Irene Vallejo, sobre la historia de los libros, en donde la filóloga, con una linda prosa, nos relata cuando nuestros más remotos ancestros se empezaron a dar cuenta de que las palabras se las llevaba el viento. Fue entonces cuando sus ideas las empezaron a plasmar en las piedras, unas piedras hechas arte. Desde allá empezó la escritura. Enseguida, después de siglos o quizá milenios, las palabras las empezaron a grabar en ladrillos y muros.
¿Te imaginas el peso que tendría escribir una carta de cualquier orden para hacerla llegar a su destinatario? Tal vez se hubieran necesitado varios burros o algunos camellos. Luego, por el rumbo de las pirámides de los faraones, las letras se dibujaron en papiros, pero estos pronto se deshacían con el tiempo. Y en Pérgamo, rivalizando con la gran biblioteca de Alejandría, las letras se pintaron en cueros. ¡Uf! El tamaño y lo rugosos que eran aquellos libros escritos en pergamino. Y sigue la danza de las letras cuando Gutenberg inventa la imprenta, y los copistas gritaron en duelo. Pero no. Pronto la Biblia se imprimió con aquel molde y El Quijote llegó a las manos de quienes sabían leer. Pero como la lectura es contagiosa, las escuelas abrieron sus puertas a más personas quienes deseaban saber leer y escribir, y los párvulos, desde allá, empezamos a garabatear círculos, rayas, olas…, para enseguida ponerle una colita al círculo para saber escribir y leer la: a.
“Sí, así enseñábamos a leer y a escribir cuando yo empecé a ser maestra, hace setenta años”, con orgullo afirma la maestra.
“Pero los niños ya no saben escribir a mano”. Claro que sí lo hacen con la mano, pero ahora lo escriben en la computadora.
“Hermana, no tengas miedo, con estos pizarrones digitales, los niños de ahora están mirando cómo escribir, ya no en las piedras, sino en las estrellas”.

Y entramos al tema de la belleza y con él regreso a aquella tarde cuando una jovencita me preguntó si estaba borracho o drogado.
“Sí”, le respondí, “me tiene drogado el atardecer”.
Ella se quedó pensativa, pelándome unos ojos que gritaban: “Este viejo está chiflado de remate”, y para corroborarlo me pregunta:
“¿Y qué le ve?”
“¡Mira los colores que tiene!”. Era la caída del sol cuando se hundía entre nubes (en un abanico de colores): anaranjados, azules, colorados, amarillos, lilas, rosas pastel… y grises, conforme se fue ocultando detrás de la Isla del Tiburón.
En aquel trance, a la jovencita le ofrecí mi banquito y su compañero se sentó en la arena, cada uno a mi lado. La plática se extendió, la luna nos alumbró y, en su luz, me lanza la pregunta:
“¿Y desde cuándo le gusta ver los atardeceres?”.
Busqué una respuesta y no encontré la fecha. Hice una pausa, nos miramos y suavemente les dije:
“No sé desde cuándo, pero si yo tuviera la edad de tu novio, de seguro te estaría viendo a ti”.
Y tomados de la mano con la nochecita, los vi partir.

Hermana, maestra Cuquita: cierto, estamos hoy aquí porque el pasado es el que nos sostiene, pero no hay que añorarlo, porque viéndolo bien: hoy es el mejor día de nuestras vidas.

José Rentería Torres. Agosto del 2025

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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