La gentrificación, entendida como el proceso de transformación urbana en el que barrios populares reciben inversión y nuevos residentes con mayor poder adquisitivo, ha tomado fuerza en ciudades mexicanas como Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y Tijuana. Aunque puede traer mejoras en infraestructura y servicios, también plantea retos profundos de carácter social, económico y político.
Por décadas, los barrios tradicionales de las grandes ciudades mexicanas han sido espacios donde la vida comunitaria, las economías populares y la identidad cultural han resistido las presiones del mercado. Hoy, esa resistencia se tambalea. La gentrificación -esa palabra de tintes modernos, pero consecuencias muy viejas- avanza, silenciosa y constante, desplazando a quienes han habitado históricamente las ciudades para dejar lugar a un “progreso” que no siempre los incluye.
No se trata de oponerse al desarrollo, ni de defender un status quo estancado. Se trata de preguntarnos: ¿quién tiene derecho a habitar la ciudad? ¿Por qué el crecimiento urbano casi siempre implica expulsión de los más vulnerables?
La gentrificación en México responde a factores complejos: el aumento del turismo impulsado por plataformas digitales, la especulación inmobiliaria sin regulación, la falta de políticas de vivienda digna y, claro, el desinterés de gobiernos locales por incluir a sus ciudadanos en los planes de renovación urbana. En ese contexto, el mercado impone sus reglas y, como suele ocurrir, gana quien puede pagar más.
Pero este fenómeno no es una fuerza natural. Es el resultado de decisiones públicas y privadas. Y por tanto, puede y debe ser regulado. Ciudades como Barcelona o Berlín han tomado medidas para proteger a los residentes de toda la vida: control de rentas, regulación de Airbnb, zonas de conservación barrial, vivienda social en zonas céntricas.
En México, urgen políticas de ese tipo. No podemos seguir permitiendo que se transforme la ciudad en función del capital y no de la ciudadanía. El derecho a la ciudad no es un privilegio: es una garantía que debe protegerse con leyes, programas y voluntad política.
Porque al final, lo que está en juego no es solo el paisaje urbano. Es la memoria de los barrios, la solidaridad entre vecinos, la diversidad que le da alma a nuestras ciudades. Y si eso desaparece, ¿qué clase de ciudad estamos construyendo?
La gentrificación en México es una expresión de profundas desigualdades estructurales que requieren atención urgente y políticas públicas responsables. No se trata de detener el cambio, sino de lograr que la transformación urbana sea justa, incluyente y sostenible.