Imaginen un país en el que el gobierno acosa, persigue, detiene y expulsa a sus periodistas para que dejen de contar la realidad. Imaginen un presidente que estigmatiza al periodismo crítico, y que mueve todos los hilos de su inmenso poder para desprestigiar a quienes investigan y cuestionan lo que hace su gobierno.
Ese país existe, y está en Centroamérica, y es gobernado por un dictador de siglo XXI: Nayib Bukele, un empresario y tuitero convertido en político iluminado al que se ha dado la misión de “salvar” a su nación, El Salvador.
Bajo ese argumento, Bukele se ha convertido en un popular dictador que llegó al poder en 2019 y se las arregló para reelegirse en 2024. Será presidente al menos hasta 2029, si no es que encuentra la manera de quedarse más tiempo.
Hoy ya es historia, pero su trayecto para pasar de empresario a alcalde -primero de Nuevo Cuscatlán y luego de San Salvador-, su campaña presidencial, y sus métodos para hacerse del control de las instituciones y eliminar los contrapesos normales de cualquier democracia -haciendo uso de las redes sociales para convertir a sus gobernados en followers y fans– es un manual casi perfecto para autócratas de otras latitudes.
Sus políticas en materia de seguridad, condensadas en el Plan Control Territorial, han transformado la vida de El Salvador, y su “guerra contra las pandillas” es un gran acto de propaganda que recuerda la “guerra contra el narcotráfico” del expresidente Felipe Calderón.
Fue esa supuesta guerra la que lo puso en la mira de los periodistas de El Faro, un prestigiado medio digital salvadoreño que en septiembre de 2020 reveló, por primera vez, los acuerdos secretos de Bukele con la Mara Salvatrucha, para pacificar al país a cambio de mejores condiciones penitenciarias para los miembros de la pandilla que ya estuvieran recluidos.
Bukele no sólo trató de desmentir a los periodistas, sino que inició investigaciones en contra de El Faro, que tuvo que enfrentar el acoso gubernamental sacando sus activos del país y montando su sede operativa en Costa Rica, manteniendo su redacción en El Salvador.
Producto de esa persecución, el periodista mexicano Daniel Lizárraga fue expulsado de El Salvador en julio de 2021, frustrando un proyecto de periodismo de investigación que El Faro se había propuesto poner en marcha con uno de los mejores periodistas latinoamericanos.
“El exilio nos alcanza”
Han sido años duros para El Faro, el primer medio nativo digital de América Latina, que ha acumulado premios y reconocimientos internacionales a sus investigaciones, su innovación editorial, su periodismo narrativo y su compromiso con la democracia.
Fundado por Carlos Dada en 1998, sobrevivió a cuatro presidentes antes de Bukele (Francisco Flores, Elías Antonio Saca, Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén), y ha sido testigo y relator del auge y la crisis del bipartidismo instaurado después del fin de la guerra civil salvadoreña.
Con los años, El Faro no sólo se convirtió en un faro para millones de salvadoreños, sino también para cientos de periodistas en América Latina y en todo el mundo, que ven en su labor una fuente de inspiración y un modelo a seguir.
Por eso -y por muchas cosas más- duele leer el texto que el pasado 1º de julio publicaron Óscar Martínez y Carlos Martínez en su sitio de internet: El exilio nos alcanza, un relato detallado de la persecución que Bukele ha emprendido en su contra, agravada entre mayo y junio, cuando decidieron publicar dos entrevistas con líderes de pandillas que pactaron con el dictador.
“Antes de publicar una serie de entrevistas a dos líderes pandilleros que pactaron con Nayib Bukele, cuatro periodistas de El Faro salieron del país como medida de precaución. Luego tres más; luego diez más; y, con las semanas, por diferentes circunstancias, 25 colegas más de otros medios. En junio ocurrió el gran éxodo del periodismo salvadoreño independiente y de decenas de activistas por los derechos humanos y ambientales. Tras un mayo donde la dictadura salvadoreña arremetió con fuerza, este es un retrato de un exilio que ya venía ocurriendo con cuentagotas desde que Bukele llegó al poder, pero que nunca había sido tan masivo y evidente como ahora”, denuncian los periodistas.
Resulta estremecedor leer a Óscar y Carlos cuando explican cómo han sido atacados, espiados, linchados en redes sociales y defenestrados por el tuitero en jefe del Estado salvadoreño, hasta crear mecanismos de defensa a su trabajo periodístico que, poco a poco, se convirtieron en medidas de supervivencia, como las “salidas preventivas” de su tierra cada vez que iban a publicar una historia incómoda para el régimen.
Entristece leer cómo algunos miembros de la redacción ahora ya no hablan sólo de “salida preventiva”, sino que comienzan a usar la palabra “exilio” para describir su situación actual.
Lo peor-mejor del texto es que, como suele ocurrir con las crónicas de Óscar y Carlos, éstas no contienen moralejas, lamentos ni editoriales ocultos; es un relato puro y duro de hechos, basado en los testimonios de colegas y de defensoras y activistas, como Ruth López e Ingrid Escobar, que han sido perseguidas, detenidas u obligadas a abandonar el país.
Una frase que estremece se cuela a mitad del texto, cuando narran cómo tuvieron que mudar las oficinas administrativas en 2023 por la amenaza del régimen, que inició cinco auditorías fiscales en su contra acusándolos de lavado de dinero: “el primer exiliado de El Faro fue El Faro”.
P.D. Le escribí a Óscar Martínez hace unas horas, preguntando si había algo que podíamos hacer en México para ayudarles y, por lo pronto, lo único que se me ocurrió fue contar esta historia, como una advertencia de que, sin El Faro, El Salvador no volverá a ser un país democrático. Como una alerta más de que las democracias mueren en la oscuridad.