En 1942, Edward Hopper presentó ‘Nighthawks’, una obra icónica del realismo americano que captura la soledad existencial de la vida urbana, reflejada en los rostros cansados de un grupo aislado en una cafetería nocturna. La fatiga retratada en sus figuras evidencia la soledad existencial que aqueja al individuo occidental. Las pinceladas de Hopper, sobrias y melancólicas, expresan una tristeza persistente que aún nos acompaña.
Entre tanto tumulto, muchedumbre y actividades, no somos capaces de definir nuestra identidad. Como almas viajeras, huimos de nosotros mismos, refugiándonos en la imitación y en las costumbres, en una búsqueda desmesurada de apreciación y aceptación de los otros, cuando en realidad, la gran persona es aquella que, en medio de la multitud, salvaguarda su independencia.
Hay una verdad que nos cuesta aceptar: la soledad es permanente. Damisela salvaje e indomable, me acompañará a donde quiera que vaya. Sentirse incómodo en ella es renunciar a nuestra autonomía, dejarnos llevar por las voces exteriores que quieren imponernos leyes heterónomas y que exaltan la obediencia ciega con la finalidad de controlarnos.
Ser autónomo requiere de valentía, hay apagar las influencias que nos impiden ser únicos. Vivir con máscaras para complacer a los demás es olvidar que la única ley que resonará en nuestra vida y permanecerá hasta nuestra muerte es la de nuestra conciencia, que nos dicta: todo lo que debes hacer es aquello que te concierne, no lo que los demás quieren. Ya lo han dicho grandes genios que nos precedieron: sé fiel a ti mismo.
Cultívate, aprende y descubre lo que otros han hecho, deléitate con sus obras, experiencias y sabiduría, pero nunca les cedas tu criterio. Configura una cosmovisión propia, única y auténtica. Válete por ti mismo y, ante tus errores, asume tu responsabilidad; pero no dejes que la culpa y el remordimiento te carcoman. Disfruta de la libertad y aprende a decir: “todo lo que he hecho lo hice porque quise, no porque otros me lo impusieron”. En eso consiste una existencia plena.
La vida no va de bondad o maldad, virtud o vicio. Se trata de ser verdadero.
La felicidad no está en quienes, como viajeros tímidos, se mimetizan con culturas ajenas. Está en los creadores: esos colosos que generan su patria, que cimientan sus propias ciudades. Las almas viajeras son lo opuesto a las almas creadoras. Las primeras escapan de sí mismas, atentas siempre a lo que ocurre fuera. Cambian de traje según las circunstancias; camaleónicas, ceden su libertad por miedo a decidir. Siguen el refrán del conformismo: “A donde fueres, haz lo que vieres.”
Las almas creadoras, en cambio, crean significado en cada acto que realizan, obran con la intención de definir su destino. Aunque la fortuna les dé la espalda, siguen firmes en sus propósitos.
Los creadores se construyen a sí mismos; la máscara que portan la labran de la nada. Toda su fortaleza brota de la confianza que se tienen a ellos mismos. Eso no quiere decir que sean necios. Al contrario, son genuinos y dejan florecer su espíritu espontáneo como el de los niños. La angustia por la soledad existencial apareció cuando el primer ser humano se preocupó por lo que pensaban los demás. Ese doloroso despertar llega con la adolescencia, cuando la necesidad de pertenecer se vuelve insoportable.
Pero la verdad es esta: los líderes auténticos arrastran multitudes. La autonomía siempre será más atractiva que la obediencia. Y hoy, en tiempos de vacío, muchos siguen a los distintos, a los que, con su aura, envidiable y firme, irradian paz desde su interior autónomo.
Los rostros de Hopper exponen el mal moderno que se expresa en con la tristeza: la incapacidad de estar solos. Alineados, le cedemos nuestra independencia a la masa para complacerla. La masa es uniforme, homogénea, oscura y vacía.
Por eso, queridos lectores, vuelvan a Hopper. Mírenlo bien. Él ya había entendido lo que Pascal advirtió hace siglos:
“Toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse quietos en una habitación.”