Hoy lunes, mientras caminaba por el parque, presencié algo que me hizo recordar una anécdota —no confirmada— que se cuenta por ahí. Sucedió en 1942, poco después de terminada la Guerra Civil Española, cuando se organizó una marcha multitudinaria de falangistas hacia la embajada británica en Madrid, exigiendo la devolución de Gibraltar. El embajador inglés, Sir Samuel Hoare, alterado, llamó por teléfono al ministro de Gobernación, Ramón Serrano Suñer. Este le respondió:
—¿Quiere que envíe más guardias?
—No, señor ministro —contestó el embajador—, prefiero que me mande menos manifestantes.
En el parque, la cantidad de basura dejada por los paseantes del domingo era impresionante: por todas partes se veían vasos, platos, tenedores, envases plásticos vacíos, servilletas y tiras de papel higiénico arrastradas por el viento. Un poco más allá, los contenedores estaban repletos de cajas grasientas —huellas de las pizzas consumidas— y, desparramados por el suelo, los restos que no cupieron, mezclados con botellas de plástico de bebidas azucaradas.
En ese momento pensé: si pudiera, haría una encuesta hipotética a los paseantes con esta pregunta, esperando quizá una respuesta similar a la de la anécdota:
¿Usted cómo resolvería el problema de la basura en el parque?
No sé cuál sería su respuesta, pero temo que sería esta:
“Pedir a las autoridades del parque que contraten más personal de limpieza.”
Si el embajador inglés fuera hoy el administrador del lugar y le consultaran, tal vez respondería:
“No, no necesitamos más personal de limpieza. Yo desearía que fuéramos más aseados.”
Sin duda, la realidad —esa que nos interpela de frente— nos da mucho de qué hablar. Es la cultura del “ahí se va”, y su recreación, la que aprendemos de nuestros padres como una “normalidad”: tirar la basura donde caiga. Así también aprendemos a consumir como “saludables” comidas grasientas y bebidas azucaradas. Por pragmatismo o ignorancia, usamos productos de plástico cargados de dioxinas cancerígenas, resinas y pegamentos tóxicos que contaminan incluso los cartones grasientos. Todo eso termina dentro de nuestro cuerpo.
Sumemos a esto el refuerzo escolar de esta cultura, potenciado por la publicidad pegajosa de los poderosos embotelladores de bebidas azucaradas, que además son dueños de las galletas y frituras que nos engordan.
Pero, ¿y las consecuencias?
Antes de hablar de consecuencias, le comparto una reflexión sobre la maravilla funcional de nuestro cuerpo, ese que ha sido —es y será— nuestro vehículo mientras vivamos. ¿Cuánto tiempo durará esta vida? No lo sé. Pero mucho dependerá del cuidado que le demos al cuerpo que nos transporta.
Y como ahora están de moda los autos de lujo, permítame usar una analogía burda para ejemplificar mi idea: cada pieza de esos autos tiene un número de serie que demuestra su originalidad. Pues bien, nuestro cuerpo lo supera infinitamente: los billones de células que poseemos comparten una marca cromosómica única. Dentro de los cromosomas están los genes, y dentro de estos, los átomos, cuyo movimiento —según el órgano o tejido donde se encuentren— orquesta toda nuestra biología como una sinfonía grandiosa: Vivir la vida.
Cuando algo nos impresiona, todos los átomos de nuestro cuerpo se activan. Las neuronas se interconectan, el corazón y los pulmones reaccionan, así como los órganos del sistema endocrino, el sistema musculoesquelético, el inmunológico… todo nuestro sistema atómico entra en acción para afrontar el reto impuesto por la realidad.
Antes se pensaba que los genes y sus átomos estaban resguardados en un hermetismo impenetrable, como si lo genético fuese igual al destino. Hoy sabemos que no. Nuestro cuerpo es un sistema abierto que “baila” al ritmo que las circunstancias externas le imponen.
Somos seres abiertos. Inacabados.
¿Qué caminos deseamos tomar?
Todos tenemos una herencia genética que define si somos bajos, altos, morenos, de ojos verdes o negros, y también si poseemos ciertas debilidades genéticas. Algunas se expresan desde el embrión y pueden causar abortos espontáneos; otras emergen al nacer o con el tiempo. Pero incluso con una carga genética alterada, su manifestación dependerá del estilo de vida que llevemos.
Ahí entra la agresión del “ahí se va” al universo de lo mínimo: nuestros átomos. El exceso de azúcares, grasas, el tabaquismo, el alcoholismo, las adicciones… todo afecta. Y si repasamos este párrafo, veremos que las comidas, bebidas y demás decisiones de consumo son resultado de nuestras conductas, y estas, a su vez, las realizamos con todos los átomos del cuerpo. Entonces, ¿qué tiene de raro afirmar que los órganos funcionan ansiosamente en cuerpos ansiosos, o que los átomos se apagan en las depresiones, afectando cuerpo, alma y persona, como señala Pedro Laín Entralgo en su libro Cuerpo, alma, persona?
Los átomos son la base de los genes, los genes de las moléculas, y estas de las células. Si maltratamos nuestros átomos, estos se alteran, afectan a los genes y pueden provocar mutaciones que deriven en células cancerosas.
¿De qué parte del cuerpo?
Recordemos: nacemos con ciertas debilidades genéticas, que quizá no soporten los embates del exceso.
Y por culpa del “ahí se va”, yo invitaría a Sir Samuel Hoare a que les dijera a los émulos del señor Serrano Suñer:
Aprendamos a cuidar el cuerpo que nos transporta, para que nuestro andar sea largo en esta bella aventura que nos ha tocado vivir.