Hace ocho años comencé a escribir en este medio de comunicación, sí a propósito de tener tal vez todavía un pie allá en casa – qué es la casa para un migrante, podríamos preguntar, o dónde – pero también debido a la subrepticia y siempre inesperada llegada al poder de Donald Trump en Estados Unidos. Creo que vale la pena retomar este ejercicio siempre retórico, como casi todo ejercicio de escritura, especialmente el periodístico, de relatar la vida de este lado de la línea imaginaria, terrible, inevitable y jubilosa que es la frontera entre el aquí y el allá.
Desde Texas, las cosas se sienten distintas ahora. Trump llega en condiciones distintas en 2025 que en 2017. Sí por haber ganado el voto popular, aunque por un margen bastante delgado en la votación, pero sobre todo porque ya no se trata de un error estadístico, o tal vez de una anomalía en el electorado. Esa opción que parecía la aberración más irreverente en el pasado – aunque no lo era – se revela como el sentimiento de una mayoría de los ciudadanos estadounidenses que votamos el noviembre pasado. Lo que parece evidente tras una primera semana de gobierno es que los ciudadanos de a pie, esos que estaban preocupados por la inflación y los precios de la canasta básica, esos que se desvivían por bajar las tasas de interés o por el acceso a créditos más baratos, no dimensionaron la agenda ideológica y las acciones de opresión política que se vienen con la nueva administración.
La gente, a fin de cuentas, no vota con la cabeza, sino con las emociones. Vota, así como en México, por una narrativa de la realidad que refuerza su propia experiencia de vida, esa de carencia y de falta de acceso al milagro prometido por el progreso y el capital. Vota por el mártir, aquel que viene a redimir los errores del pasado, aquel que puede restaurar el orden perdido de un mundo hostil hacia las mayorías. Vota por aquel hombre blanco que le dará de vuelta orden a quienes merecen el poder y expulsará a quienes han usurpado ese poder de maneras indebidas, ilegales. Todos nosotros, aquellos que no pertenecemos a esa idea de pertenencia y de unidad nacional, somos entonces siempre los que están de más, no importa las formas. Esa es la narrativa que ganó la elección en noviembre y que deja de importar ahora.
La realidad es la siguiente: estamos a merced de aquellas tecnologías del poder a las que les hemos cedido, voluntariamente, nuestra libertad, nuestra información, nuestra intimidad. Esas cosas que nos parecen tan inocentes – Instagram, Facebook, TikTok, y un larguísimo etcétera – son también esas tecnologías que ahora van a jugar en contra de los más desprotegidos. Aquellos quienes usan los servicios “gratuitos” de Google, Apple, y compañía, para comunicarse con sus familias en Venezuela, Cuba, Colombia, México… también ceden sus datos al sistema que ahora los encontrará con toda facilidad. Y algunos se preocupan por el hecho de que China tenga esos datos de nuestros dispositivos. Hazme el favor. El Estado tiene eso y más. La policía tiene eso y más.
Con Trump comienza el otro lado del presente, la nueva era policial de Estados Unidos contra los mismos sujetos de siempre. Bajo el lenguaje securitario, ese mismo lenguaje que ha justificado tantas injusticias, intervenciones, guerras, genocidios antes, el Estado norteamericano se empeña en romper su propio récord de deportación, ese de los años 30’s durante la Gran Depresión. Si en aquel entonces fueron deportados casi dos millones de mexicanos, ahora será mucho más fácil de encontrar. Y no podemos olvidar que, en este lenguaje de emergencia nacional, no hay garantía ni derecho que valga. Como lo dijo ya tantas veces Michel Foucault, y se sigue cumpliendo: la libertad es también una tecnología del poder.