Andrés Manuel se despidió de su mandato en el Sexto Informe de su Gobierno. Alzado en un templete, declamó su discurso con la envestidura presidencial. El Zócalo testimonió la consagración de otro caudillo en el país. El lugar desde donde gobernaron los tlatoanis a los mexicas, los virreyes a los peninsulares y los presidentes a los mexicanos, se llenó de un ambiente romántico para sus militantes. La historia recuerda que sus seguidores se reunieron ahí en varias ocasiones para protestar en contra del oficialismo, el 1 de septiembre lo hicieron para aplaudir la consumación de la cuarta transformación. De rebeldes a oficialistas, celebraron cada palabra que su líder supremo expresó.
El ritmo del discurso fue propio de una predicación dominical. La vista a Palacio Nacional y la bandera de México simulaban la decoración sacra de un ritual. A espaldas de los simpatizantes se visualizaba la Catedral de la Ciudad de México con la cruz de Cristo que superaba cualquier altura de la decoración secular que decoró el evento patriótico.
Con su singular ironía y su carácter de provocador, el presidente resaltó con brevedad sus logros. Al estilo del obradorismo, el predicador y sus feligreses, se burlaron de sus adversarios. Andrés Manuel se atrevió a afirmar que en su sexenio lograron desarrollar un sistema de salud mejor que el de Dinamarca; él erradicó la corrupción del ejecutivo y del judicial, reformó la Constitución, impulsó los programas sociales, mandó al diablo a nuestras instituciones, consiguió 5 medallas en las Olimpiadas, incentivó el turismo, implementó el humanismo mexicano, incrementó la inversión extranjera, creó universidades sin estudiantes, resolvió la crisis de la pandemia y venció a la oligarquía de los neoliberales que por 36 años conspiraron para llevar a México “al despeñadero” porque “la democracia es el poder del pueblo. Lo que quieren los oligarcas es kratos sin demos, quieren poder sin pueblo. Al carajo con eso”.
El informe se convirtió en una clase de preparatoria de Historia, López Obrador se centró en resaltar su visión de los mitos fundacionales de nuestra compleja nación. Se comparó con Hidalgo, Morelos, los Flores Magón, Madero, Villa, Zapata, Madero y Cárdenas. Presumió que en él convergen todas las virtudes de los luchadores sociales que han llevado a nuestro país a la gloria. Nuestra biografía colectiva es perfecta porque descendemos de los mayas –aunque, en la actualidad, pocos nos identificamos con su cultura–. El pueblo mexicano es bueno y sabio porque al igual que su próxima presidenta, “tiene buenos sentimientos”. El presidente se enorgulleció de lograr una transformación, que, a diferencia de la oligarquía, cuenta con el apoyo popular. Presumió que su legado ha trascendido a la patria, su caudillismo ha consolidado un régimen popular que hereda las grandes virtudes de nuestros antecesores. En su exacerbado romanticismo por la patria encuestó a sus creyentes sobre la reforma al poder judicial, a mano alzada, como una democracia moderna y auténtica, sus simpatizantes aprobaron su última gran genialidad.
Se tomó el tiempo para hablar de lo único que importa: la felicidad. Ejerció su sacerdocio nacionalista para recordar que “la vida es demasiado corta para desperdiciarla en cosas que no valen la pena. Y no olvidemos nunca, jamás, que la felicidad no reside en el dinero, en las posesiones materiales, en los títulos, ni en la fama, ni en la búsqueda del poder por el poder. La felicidad es estar bien con un mismo, con nuestra consciencia y con el prójimo”.
Para Andrés un buen gobernante es sinónimo de buenos sentimientos, no importa en qué tragedias estemos sumidos: los asesinatos son insignificantes, los hospitales son prescindibles, la educación es frívola y neoliberal, la inversión extranjera es materialista e incomprensiva con la nación, todo debe supeditarse a una idea de los románticos y rebeldes franceses del siglo XVIII: los buenos sentimientos. La política para López Obrador es mística, religiosa, simbólica, espontánea e irreal. El sentido escatológico del mexicano que piensa más en la muerte que en la vida y olvida que hay vida antes de la muerte, le permite evocar profecías, declamar ficciones, alterar la realidad como un mago, calentar la fe de sus feligreses y prometer la vida eterna.
Andrés Manuel López Obrador cumplió sus sueños, deja la presidencia con el país sumido en la violencia y con graves cuestionamientos sobre el futuro de la nación, pero se consagró como caudillo y fue ungido como sacerdote.