La semana pasada fue extraordinariamente difícil de comprender, o de aprehender en su totalidad, como si estuviéramos nadando entre la niebla como barcos sin rumbo. Si bien el conflicto armado entre el grupo islámico extremista Hamas y el Estado de Israel está allá, del otro lado del planeta, en un lugar que para la inmensa mayoría de la gente tiene un significado geopolítico y religioso distante o abstracto, para mí contiene una complejidad distinta. Ya desde hace algunos años trabajo en una institución educativa judía en Houston, que es por fortuna pluralista y progresista, pero que tiene también lazos estrechos con Israel ya sea a través de la diáspora (de forma ideológica y abstracta por decirlo pronto) o de forma directa con vínculos familiares y personales. Ahí, el conflicto no estaba allá sino aquí, de forma presente e inevitable a través del dolor y el duelo.
Cuando comenzaron a surgir los reportes del fin de semana sobre las masacres que sucedieron en los kibutz o en el festival o a lo largo y ancho de la frontera con Gaza, lo primero que se me vino a la cabeza fue Gali, una de mis exalumnas que acaba de mudarse a Israel después de graduarse el año pasado para servir en el IDF (el ejército israelí, como lo hacen todos los ciudadanos del país cuando llegan a la mayoría de edad). Gali, por fortuna, está bien, por lo menos por ahora, aunque ha decidido quedarse para apoyar en la avanzada que se viene, incluso ante las plegarias de su comunidad, de su familia.
No vengo aquí a querer glorificar esta decisión, ni la guerra en sí mismo. Al revés, me parece importante decir que justo después de ese sentimiento de temor, de esa preocupación que se viene por los míos vino también una culpa terrible, una especie de mudez que conocemos muy bien en México. Pasa cada vez que hay actos de violencia espectacular en nuestras ciudades, en nuestras colonias: los bloqueos, los asesinatos, la narrativa del Estado contra los cárteles, los magnicidios, los secuestros, y ese larguísimo etcétera que nos mantiene aterrados desde hace quince años por lo menos. En el caso de mi cercanía con Israel, también la culpa vino justo después de preocuparme por mis colegas y sus familias, por mis alumnos y sus amigos y familiares, por la comunidad judía que me ha acogido tan cercanamente en estos años. Es como si lo político se ensanchara hasta llegar a lo personal, a la inevitable reacción: van a destruir la franja de Gaza, y qué hacemos con eso ahora.
Elaine Scarry, la poeta y crítica estadounidense, propone que el dolor es una de las pocas cosas que se resiste al lenguaje, que lo destruye al apoderarse de la realidad, que nos deja mudos. Y eso es lo que pasa en estos casos. Le pasa lo mismo a mis alumnos ahora en este caso, a mis colegas que van por la vida con el dolor en los ojos. Recuerdo que eso mismo sucedió en 2010 cuando mataron a dos estudiantes del Tec de Monterrey a las afueras del campus Monterrey. Rafael Rangel, tal vez el rector más querido de esa institución en sus 80 años de existencia, se paro frente a la comunidad y se quedó sin palabras.
La empatía es siempre engañosa. Creemos que podemos ponernos en el lugar de los demás cuando nos resulta imposible. Y es que es inevitable tener un sesgo, un prejuicio para con aquellos que amamos, que se nos parecen, que tenemos cerca. Y en esta ocasión, me han faltado las palabras para decir de forma equívoca quiénes tienen la razón en este conflicto, quién es aquel que merece el duelo, quiénes son las vidas que merecen ser lloradas sobre otras.
En una semana las cosas han cambiado. Y a pesar de ver ese dolor en mis alumnos, el miedo ante las amenazas constantes y el antisemitismo, también creo que debemos tener una compasión racional por quienes están pagando el precio más alto por algo que era incontrolable. La respuesta del Estado de Israel ha sido inmensa y desmedida, brutal y desalmada ante las víctimas que nada tienen que ver con el conflicto antiguo de la tierra y la ideología. Y eso es sin duda condenable, a pesar del dolor de las víctimas en Israel. Creo que hay que considerar a los ciudadanos de Gaza como lo que son, sujetos, vidas que deben considerarse como vidas y que son merecedoras del duelo, de paz.
La guerra nos deja mudos en el momento en que no dejamos espacio para ambas cosas, en el momento en que simplificamos el dolor a víctimas y victimarios. No hay ganadores aquí; todos pierden. Aquí mi granito de arena, insignificante, para la paz.
Como otros lo han hecho, tal vez el poema pueda decir lo que nos resulta indecible. Acá un fragmento de la poeta judía puertorriqueña Aurora Levins Morales, en mi traducción, de su poema “Mar Rojo”:
No podemos cruzar hasta que nos carguemos los unos a los otros,
nosotros los refugiados, nosotros los profetas.
Sin tomar turnos al volante de la historia,
tratando de cobrar deudas viejas que nadie puede pagar.
El mar no se partirá de esa manera.
En esta ocasión ese país
es lo que nos prometamos el uno al otro,
nuestra rabia juntándonos mejilla a mejilla
hasta que las lágrimas inunden ese espacio,
hasta que no queden más enemigos,
porque esta vez no queda nadie que pueda ahogarse
y todos seamos los elegidos.
Esta vez es todos o ninguno.