El Parral

Vino en sueños. Con su pelo al viento, desparpajado, unos rizos entrañables como de bebé eterno.

Ahora sé que su nombre es Jaime. Nosotros le decíamos ‘Parral’. Bailaba como si buscara la vida en el suelo, siempre mirando hacia la tierra. Decía frases en inglés, con un tono de voz más lúdico que peculiar.

Se sentaba a un lado de mi padre, en aquella casa de un pasillo como caja de pandora. Escuchaban el beisbol en la radio, platicaban sobre avatares cotidianos, mujeres hermosas y hombres bragados que se erguían como héroes de tanto ir y venir por la vida.

Las conversaciones también iban entre muertes espontáneas, accidentes y homicidios, traiciones y desgracias. Había deportes, el de la pelota, siempre la emoción imaginante desde las narraciones de los mejores cronistas de la radio.

En esa caja de pandora se avizoraba una sala de redacción, el resumen de los días, las más frescas notas que se confeccionan desde el chisme y la prestancia. Había datos duros y confirmación de las fuentes. Siempre el atisbo de la historia: la matanza, ese fascinante mundo de balidos y cuchillos, el acto poético de la precisión que arrancaba vidas animales para alimentar vidas de comensales, con el filo del metal, con el impacto del marrón.

Luego las voces tomaban diversos rumbos. La de la nota más reciente, esa traición de ella contra él; los ojitos de buey y empanaditas de piña, el pan crujiente que amasara el ‘Balelo’ y horneara a perfección el ‘Pepín’.

—Se lo llevaron los federales, ni chance de esconder la mariguana le dieron.

—La que trajo el ruco cara de águila.

 —Desde Nayarit, en el carguero. ¿No ves la finta de pordiosero que se carga?

—Rola el pomo, ‘Pando’.

Luego la narración de una atrapada en el chorts estop, la prolongación de un batazo que se va y se fue. El alucín se hacía presente cuando el ‘Willy’ ya en sus cincuentaitantos años se resistía a abandonar la adolescencia, por eso llegaba cargado de solvente; en el ritual destapaba la lata, servía en un par de bolsas y el sube y baja entorno a su rostro le edificaba las más lúcidas aseveraciones.

—Dicen que un día vio a la Virgen.

—Fue cuando su mamá casi muere de la impresión.

—Cuidado con lo que te metas, vale, puedes trepar y no descender jamás.

—Ni que estuviera tan chiquito.

Y el Willy regresaba del alucín, permanecía en el pasillo de pandora, escuchando como un niño regañado, mirando sin ver la bolsa amarilla del placer solvente. Permanecía en una sola posición mientras el Parral y el ‘Pando’ lo aleccionaban con consejos morales y remedios para construir gente de bien.

Una vez las palabras subieron de tono porque al pasillo entraron intrusos, los que venían de mercar algo más poderoso, lo que inflama la vena y hace despertar el chamucho dormido. Entonces fue cuando al Parral lo agarraron de las greñas: “diqui taime, diqui taime”, argumentaba el Jaime.

Una vereda de pelo dibujó los dolores hacia la cancha, luego hacia la calle, después hacia el Vado del Río, adonde dijeron luego que el Parral se fue a llorar de desconsuelo.

—Porque tú no eres de pleito, vale.

—Tanto que les dije que no tenía velo en el entierro.

—Pero estos vatos llegaron sin decir agua va, nomás con ganas de saberse poderosos.

—¿Y qué culpa tengo yo?

Vino en sueños, me narró un juego de beisbol, a intervalo de aves que cruzaban el río. Dijo mi nombre y preguntó por la raza del barrio. El Parral.