Brevísimo Ensayo. 2° de 5 partes.
-¿Está enojado, maestro? -me preguntan mis discípulos de Filosofía del Derecho, por la tonalidad de la primera parte del ensayo la semana pasada.
-No -les contesto-, sólo estoy decepcionado de la cultura o subcultura general de nuestra ancestral clase política laica. Pero bueno, “decíamos ayer” y continuemos, como expresó Fray Luis de León:
Evocando a César, Maneiro se explica a sí mismo, con gracia sutil y elegante, el carácter esforzado del lejano colonizador. Recuerda que el autor de los “Comentarios de la Guerra de las Galias” expresa que los belgas eran los más aguerridos e intrépidos de todos los galos, porque aquellos no tenían contacto con mercaderes que traficaban con elementos que hacen la vida muelle y cómoda, que entregan el espíritu, enflaquecen la voluntad y atajan el ímpetu. Así, pensaba Maneiro, liberado el campo remoto de la influencia del refinamiento urbano, producía una juventud vigorosa y resuelta.
Todas estas circunstancias y aún el secreto instinto de la misión que desempeñaban de demarcar límites remotos a la patria en formación, dotaba a los colonos de virtudes excepcionales. La actividad miliciana en constante ejercicio les infundía audacia; la necesidad de bastarse a sí mismos les formaba espíritu laborioso y esforzado; la lucha contra la naturaleza avara los hacía previsores; esta misma circunstancia establecía la sencillez y sobriedad; la comunidad de intereses y peligros creaba la lealtad; la necesidad de acrecentar la reducida comunidad daba lugar a la hospitalidad; y sentimientos quizá surgidos de conveniencias actuales se convirtieron en congénitos, para definir en la posteridad la fisonomía espiritual del pueblo sonorense.
Dentro de este contorno físico y moral vivió la familia Campoy Gastelu, ocupando un plano superior, que descansaba en la merecida consideración del vecindario, sobre el cual, selecto por sus virtudes, se destacan los prestigios de la propia familia. Esta circunstancia se acredita por el hecho, según el decir de antiguo historiador, de que la morada de los Campoy proporcionó su hospitalidad por algún tiempo a don José de Gálvez, Marqués de Sonora cuando éste, comisionado por el Rey Carlos III, recorrió la provincia con el carácter de visitador General de la Nueva España.
Doña Andrea, se afirma, descendía de ilustre familia, cuyo fundador en Los Álamos, fue aquel Gastelu protegido de Antonio Pérez, el famoso secretario y valido de Felipe II y autor principal, con la hermosa princesa de Eboli, de complicada y trágica intriga que le concitó el odio y persecución implacables del adusto monarca. En su estrepitosa caída, Pérez arrastró a su propio secretario, Gastelu (al mismo de quien hace memoria en una de sus obras), que también había disfrutado de la protección del célebre monarca.
Buscando refugio y olvido en la Nueva España, vino Gastelu a dar con su desventura a la remota Populópolis, nombre que nuestro biografiado daba a su tierra natal, latinizando la denominación que tenía por la circunstancia de que allí abundaba el álamo.
De estas familias singulares tuvo su origen José Rafael Campoy, en quien necesariamente tenía que influir la herencia y el ambiente edificante. Su niñez se desarrolló vigorosa como la de todas aquellos jóvenes, cuyas diversiones consistían en rudos ejercicios campestres, justas hípicas y peligrosos torneos, carreras, manejo de armas. En estas difíciles actividades eran aleccionados los chicos por los vecinos de mayor edad. Estos, en sus incursiones y campos, se hacían acompañar por aquéllos. Así se les familiarizaba con el peligro, se les acostumbraba a soportar la fatiga y las prolongadas caminatas; se les habituaba al uso de la indumentaria del guerrero, de pesada piel, que protegía de las flechas que disparaba desde la emboscada el indígena hostil.
Siendo muy niño, José Rafael Campoy fue llevado a la ciudad de México. El dilatado recorrido, a horcajadas sobre su cabalgadura, de muchos centenares de kilómetros, fue para él viaje placentero y fácil, avezado como estaba a sus gustosas cabalgatas. Internado en el pupilaje de los Betlemitas, donde aprendió los rudimentos de la educación con tal facilidad que pronto reveló las excelencias de su TALENTO. En esta congregación cenobítica sufrió las primeras amarguras, con cuyo signo transcurrió su vida. Tocóle en suerte iniciar sus estudios bajo la férula de severo mentor, cuya aspereza humillaba la dignidad humana, ya claramente percibida y francamente defendida por la precocidad del espíritu sincero, liberal e independiente de Campoy.
Después pasó al Colegio de San Ildefonso, distinguiéndose allí por su brillante capacidad y su constancia en el estudio. Tanto ésta como aquélla fueron estimuladas por el galardón de frecuentes honores y distinciones.
Poco tiempo después de ingresar al colegio mencionado, lo abandonó subrepticiamente, huyendo de la ciudad, tras de haber vendido el manto y la beca. Siguió un sendero a la aventura hasta llegar a un lugarejo ubicado entre Tepotzotlán y Cuautitlán donde se acomodó al servicio de una campesina anciana, ruda y atrabiliaria.
El estudiante Campoy, de catorce años de edad -en 1537-, se fuga de la escuela, exasperado por la severidad de su maestro Miguel Quijano, de quien cosechó abundante mies de azotes, según el decir de uno de los biógrafos de Populopolitanus, como se llamó a sí mismo el sonorense, usando ese nombre como seudónimo en sus escritos latinos, supuesto que era nativo de Populópolis, como se ha dicho. A la edad de catorce años Campoy revela su independencia de CARÁCTER, que lo condujo, andando el tiempo, a abandonar la filosofía escolástica, para convertirse en precursor de la enseñanza de la filosofía experimental, la filosofía moderna, circunstancia que le concitó sinsabores y persecuciones múltiples, pues esta transformación ideológica significaba colocarse abiertamente frente a las preocupaciones de la época y adoptar determinada posición herética.
Cristóbal Escobar, que a la sazón era el Rector de San Ildefonso, no descansaba en sus diligencias de localizar al fugitivo enviando indagatorias a todo el contorno comarcano, con lo cual daba pública notoriedad a la escapatoria del rapazuelo rebelde. La profusa divulgación de la pesquisa llegó a oídos de la campesina a cuyo servicio estaba Campoy, en quien ella ya sospechaba cierta calidad superior. En los bajos menesteres que había encomendado al futuro filósofo, como alimentar cerdos y otros animales domésticos, extraer agua de un pozo, así como diversas ocupaciones de la misma categoría, adscritas a la condición de ínfimo criado, no era tratado con ninguna consideración por su patrona. Ésta ejercía su autoridad de ama con altanería e impiedad, de modo que sublevaba al adolescente, quien frecuentemente hacía observaciones a la anciana, llamándole la atención por su falta de comedimiento o por parecerle debido cumplir las órdenes de aquella en forma más adecuada. Ello daba lugar a discusiones entre ama y sirviente, percibiendo la primera, no obstante su zafia ignorancia, la precoz sensatez de éste.
Habiendo llegado a conocimiento de la anciana la averiguación que se practicaba sobre el paradero del prófugo, sospechó desde luego que su propio doméstico podría ser el objeto de la indagación, pronto hizo saber a uno de los Jesuitas de Tepotzotlán las circunstancias de su recelo. El Jesuita a su vez transmitió la noticia a Escobar, quien seguidamente mandó identificar al incógnito. Así el superior del Colegio descubrió el refugio de Campoy. Restituido éste a la escuela, se le interrogó sobre el motivo de su escapatoria y contestó con la SINCERIDAD, que fue norma de su vida, que no huía del estudio, sino de la rígida severidad y de los crueles castigos, que consideraba tan bochornosos para el mentor que los infligía, como para el educando que los soportaba; que estimaba que eran lesivos para la DIGNIDAD humana y contrarios a la comprensión afectuosa y cordial indispensable para realizar los elevados fines de la educación, que sólo podrían lograrse identificando en mutuo entendimiento los factores (causas) activo y pasivo de la misma. Tales conceptos del estudiante revelan tanto su sinceridad e INTEGRIDAD MORAL, apoyadas en inconmovible convicción, que lo diferenciaron de su vida, como su clara inteligencia al percibir tan joven normas inobjetables en materia educativa.
Retornado Campoy al estudio, se le puso bajo la dirección del maestro José Avilés. Con éste, el joven sonorense ya no cosechó la abundante mies de azotes que le prodigara Quijano que tan notable era en el saber, como agrio en el carácter. Por lo contrario, Avilés era bondadoso y afable y con suavidad infundía profundos conocimientos a sus discípulos, entre ellos, Campoy y los notabilísimos Diego Abad y José Huerta, llamado éste “el Cicerón mexicano”, según José Mariano Dávila, que tantas glorias nacionales nos da a conocer en sus múltiples y valiosos trabajos. Avilés fue mentor de Campoy y Pedro Rosales, que era considerado como un sabio y con quien prosiguió aquél sus cursos de filosofía.
Durante gran parte de su vida, Campoy no pudo eludir la influencia del medio, que le infundió un afán ciego de disputar. Se convirtió, como dice uno de sus biógrafos, en furibundo ergotista, capaz de discutir sobre los objetos más abstractos o sobre los más absurdos entes de razón.
Semanariamente se efectuaban reuniones en la Universidad, llamadas “sabatinas”, a las que concurrían los estudiantes de todos los colegios. Allí se trataba sobre una conclusión determinada, designándose al efecto un actuante y varias réplicas, y se entablaban ardorosas controversias.
Dícese de Campoy que era el pánico de los ergotistas con su genio y dialéctica incontrovertible. Sin embargo, motivo de elogio era su moderación y serenidad cuando discutía, muchas veces frente a ceguedad apasionada e intransigente. La lengua latina, que era la que se empleaba en tales actos, la manejaba Campoy con maestría incomparable. Uno de sus notables mentores, Ignacio Rocha, lo consideraba la más terrible réplica entre todos los estudiantes de los colegios de México; y uno de sus panegiristas expresa que el propio Populopolitanus esgrimía la espada silogística con terrible habilidad.
No obstante sus extraordinarias cualidades, como se dijo, durante algún tiempo hubo de disputar, sólo por hábito, sobre cualquier tema, por superficial que fuese. Como todos, fue arrastrado por la corriente ergotista, a la cual habría de oponer dique posteriormente. Por fortuna aquel extravío intelectual fue transitorio. No era posible que, educado en el ambiente de la época, eludiese por completo la influencia del medio; pero como era un genio y un carácter, tenía que emanciparse de aquella sujeción adelantándose a su tiempo. Y fue inclinándose a estudiar con plena libertad y criterio científico, manumitiéndose de las preocupaciones y rebelándose contra toda servidumbre intelectual. La inquietud renacentista que transformaba el espíritu occidental, esperó luengos años para iniciarse en nuestra patria por medio de Campoy. Esta independencia de criterio le acarreó frecuentes hostilidades, primero como estudiante y después ejerciendo la cátedra.
En cierta ocasión, después de haber sido examinado en teología, fue reprobado por el hecho de que no repitió textualmente las lecciones de sus maestros, pues ya se rebelaba contra los sistemas pedagógicos de su tiempo. El hecho de que no recitase literalmente el texto teológico, mostró su ignorancia. Sin embargo, en casos de reprobación, se concedía un breve término al discípulo para rehabilitarse de la deshonrosa calificación. Transcurrido ese corto lapso, Campoy sustentó nuevo examen demostrando de tal manera su aventajada condición que además del alarde indispensable del prodigio de la memoria, cuanta pregunta se le hizo la contestó brillantemente, corroborando sus respuestas con oportunas doctrinas de maestros consagrados de la Filosofía escolástica, lo que causó el asombro de todos los presentes y motivó que fuese declarado, por aclamación, uno de los discípulos más aprovechados, según relata alguno de sus biógrafos.
Habiendo abrazado Campoy el Instituto de San Ignacio de Loyola y entrando a la Compañía de Jesús en Tepotzotlán, lo que efectuó el 27 de noviembre de 1741 (*), se apoderó de él un AFÁN INVENCIBLE DE SABER, DE ESTUDIAR; PERO DE ESTUDIAR CON LIBERTAD E INDEPENDENCIA.
Su manía de discutir se convirtió en noble anhelo de aprender y cultivó con constancia y ahínco las letras, la historia de la humanidad, la física, la geografía, las matemáticas, la astronomía, la historia natural y, sobre todo, la filosofía experimental, adquiriendo un caudal extraordinario de conocimientos.
Logró acumular un acervo científico, poseyendo un clarísimo talento, que logró la admiración y el respeto de hombres célebres, como Juan Luis Maneiro, José Agustín Castro, Francisco Javier Alegre, Francisco Javier Clavijero, José Julián Parreño, José Abad, Gregorio Mayans y Siscar, José Francisco de Isla…. que forman una pléyade selecta y brillante de historiadores, filósofos, oradores, poetas, teólogos, juristas, críticos, algunos de los cuales nos legaron abundantes y sustanciosas noticias del ilustre sonorense.
Expresa Maneiro haber oído de labios de algunos de ellos, ya cuando tenían nombre prestigioso en el mundo de las letras, que en la formación de su gusto literario fue factor importantísimo el trato con Campoy; y agrega el notable biógrafo veracruzano que nadie podría hacer la apología de cualesquiera de los distinguidos compañeros o discípulos del propio Campoy, sin reconocer la INFLUENCIA que éste sobre ellos ejerció.
HÉCTOR RODRÍGUEZ ESPINOZA
(Coleccionable, continuará)