Columna Y sin embargo
Debo de confesar que estoy de acuerdo con casi todos los puntos de la reforma electoral propuesta por el Presidente López Obrador a la Cámara de Diputados el pasado 28 de abril. Solo hay un platillo de este banquete que me parece que puede ser dañino e incluso venir envenenado. Pero vayamos por partes.
Lo bueno de la reforma electoral
Es positivo, sobre todo, que se reduzca el número de senadores, diputados federales y locales y regidores. La mayoría de ellos no participa en las tribunas y solo obedece la línea que les marca el líder de la fracción. Los diputados se reducen de 500 a 300, los senadores de 128 a 96, los diputados locales serían uno por cada medio millón de habitantes lo que significa que en Sonora serían solo 6 y los regidores en las ciudades más grandes, a solo 9. Si no se mejora la calidad de los debates y la deliberación pública, por lo menos se reduce el costo de estos “becarios” políticos que en la práctica no representan sino a sus partidos.
Suena razonable también que se reduzca el financiamiento de los partidos políticos y se controle estrictamente el financiamiento privado. El dinero ha sido el gran corruptor de los partidos y el causante de que existan partidos que se vuelven negocios personales.
La propuesta transforma el sistema de representación directa por distritos a representación proporcional por listas de partidos. Ya no elegiríamos directamente a un diputado con nombre y apellido, sino a la lista de un partido; de modo que el sistema sería totalmente proporcional. Me parece que esto tiene pros y contras. El pro es el pluralismo y la proporcionalidad de la representación (recordemos que, con el actual sistema, Morena ha estado sobrerrepresentado). La contra es que sigue dejándole a los dirigentes partidos el control de quienes van a ser diputados cuando este control debería ser de los ciudadanos por medio de elecciones primarias.
La desaparición de los institutos electorales locales les quita a los gobernadores influencia en las elecciones locales y concentra aún más un sistema ya muy centralizado; ahora todo el aparato electoral se concentra en un órgano federal.
El platillo de la discordia
Casi toda la polémica de esta reforma electoral se concentra en la transformación del INE y las implicaciones que ésta tiene. Los mexicanos, por nuestra propia historia, sabemos que la clave es el árbitro y que si se controla al árbitro se controla la elección. El gran avance desde los noventa ha sido el contar con un árbitro independiente que ha permitido las alternancias y que el conteo de votos sea confiable. Si eso se pierde, no solo se joden las elecciones, sino se pierde también la incipiente, defectuosa e incompleta democracia mexicana.
Los problemas de la propuesta son principalmente dos: cómo se integrarían y cómo se renovarían los consejeros de este nuevo instituto. Los consejeros no serían seleccionados por méritos o conocimientos técnicos, sino por elección popular de listas propuestas por los tres poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Esta forma de selección de consejeros se considera susceptible de ser controlada y manipulada por el gobierno y el partido mayoritario. Si el Presidente controla al Congreso y a la Suprema Corte, también controlaría a los consejeros.
Pero donde se vería más claro el control gubernamental es en la renovación de los consejeros. Éstos durarían seis años y se renovarían íntegramente al ritmo de los sexenios presidenciales. El sistema actual de consejeros por períodos más largos que los del gobierno y que son renovados de manera escalonada (por partes) le da estabilidad y continuidad al instituto. En cambio, renovarlo cada seis años, le da mucha inestabilidad y subordinación al presidente en turno.
¿Por qué darle a cada presidente la oportunidad de que tenga su propio consejo electoral?
Nicolás Pineda