Desde hace unos días, pareciera que el Sr. Musk está en todas partes. Por lo menos, está en las noticias de todas las mañanas mientras uno va al trabajo a ser ese miembro productivo de la sociedad que todos esperan. Así, unos van a la obra, otros a los hospitales, otros más a la escuela, también algunos a los medios de comunicación. En mi caso, voy como todos los días a tratar de orientar a mis alumnos a que cuestionen precisamente ese discurso que está presente todo el tiempo: el de los valores internalizados del capital y su hegemonía social sobre el trabajo.
Llama la atención, por ejemplo, que en Hermosillo la gente sale a maravillarse por la extraordinaria hazaña de SpaceX de llevar un cohete al espacio. Cual cometa en tiempos de las civilizaciones mesoamericanas, pareciera que en la periferia mexicana hubiéramos de asombrarnos ya no por los fenómenos naturales, sino por ese fenómeno tan poco común del capitalismo contemporáneo, la inmensa acumulación de riqueza en una sola persona.
Musk es tal vez como ese cohete al espacio para la inmensa mayoría de la gente, alguien al que se le adjudica un ingenio y astucia sin paralelos y, por ende, una riqueza difícil de comprender para el ciudadano promedio. Por ejemplo, a propósito del litio en Sonora, ya se ha especulado si el Sr. Musk habrá de aparecerse en escena y proporcionar plataformas de capital para el uso del metal, cual Santa Clos en Navidad, cual Melchor o Baltazar. Como ese salvador que a punta de billetes va a sacarnos de la miseria.
Lo de SpaceX es interesante acá en Houston, ya que se trata de la primera colaboración público-privada para la exploración espacial en Estados Unidos. Es una parte importante de la economía de la cuarta ciudad más poblada de este país, junto con el petróleo. También está la apuesta a Tesla y los autos eléctricos como una medida de sustentabilidad contra el calentamiento global, y por supuesto, ahora la compra de Twitter que se finalizó en esta semana pasada.
Más allá del riesgo de concederle al capital privado esta supuesta capacidad desmedida de resolver los problemas más profundos de nuestras sociedades – que representa un fracaso de las soluciones políticas – el problema se encuentra en asignarle una idolatría incondicional al Sr. Musk como el salvador de la raza humana.
Tolerar a un megalómano es una tarea bastante compleja. La megalomanía es un trastorno de la conducta en el que una persona se encuentra obsesionada con el ejercicio del poder, especialmente el dominio de los demás. También se caracteriza por un ego inmenso en el que la posición de poder en la que la persona se asume es mucho mayor que la realidad. Así, tolerar a un megalómano con capital económico y social es aún peor.
La compra de Twitter es preocupante, no sólo porque se trata de una red social que, si bien no tiene el mayor número de usuarios, se caracteriza por su poder desmedido para poner la agenda en los medios de comunicación. En Twitter están los periodistas, los políticos, los medios de comunicación, las organizaciones no gubernamentales, etc. Con esto, Musk se inserta directamente en la narrativa de la realidad que se fija en Twitter y que casi siempre está lejos de ser la realidad en sí misma. Ejerce, pues, ese poder: el que controla el discurso (el orden del discurso diría Foucault) es el que controla el poder hegemónico de lo que se puede o no se puede decir.
Sólo en la era neoliberal en la que todavía vivimos – por más que lo nieguen nuestros gobernantes – puede existir un Elon Musk, un megalómano con complejo mesiánico que funciona como modelo a seguir. Estamos ahora en la era de los ídolos de la influencia, aquellos que son su propia marca y que su persona es la mercancía. Y todos jugamos el mismo juego, aunque no queramos.