Columna Contracanto
Todas estas son preguntas y deseo prescindir del signo de interrogación: No te alcanzaba el salario. Tu mente recurría constante al instante de la vejación. La blusa roja sin su botón final.
Me avisaste en una nota desde tus ojos que te irías a la de ya. Qué fue lo que detonó. Cuál fue el primer clavo, cuál fue el último. Cómo se calcula la distancia entre una cubeta, la trabe del corredor y la cuerda que tumbaste del tendedero.
Cómo se logra avanzar mientras las manos pulcras construyen el camino impecable, para que no falle, para que el deseo no se convierta en error. El café colado se vuelve argumento poco importante. El café que acariciabas como un ritual de madrugada. El café en silencio para que tu cuerpo amainara el temblor.
Dónde anda la niña ahora, con su vestido azul y sus holanes amarillos. Los zapatos de charol negro. Dónde el cobertor que un día te ganaste en un concurso de canto y feliz lo donaste al cuerpo de tu primo el más desvalido.
Qué fue lo que te hizo decidir ya no andar. Acaso leíste la nota de quien fuera tu amiga. La que como vos tampoco viene más. Leíste a detalle. Sentiste el crujir de huesos. Quisiste despedazar la información, convertirla en pesadilla o mala broma.
Los sueños no tienen final. Son bruma permanente. Existe en ellos un hálito de esperanza. Rondan como un trinche. Se visten luego de rencor y derrota. Los sueños no resisten la realidad. Los sueños de nada sirven. Son sólo incertidumbres que avecinan el desconsuelo.
A qué hora se apagaron tus velas internas. Cuándo el faro de tu vientre colapsó en la tierra. Fueron los niños de la calle. Los que brincan en los cruceros y con su mirada imploran quién sabe qué cosa y por qué motivos.
Cómo es mirarnos cargando con tu cuerpo y tu nombre. Desde dónde nos ves o nos intuyes o nos maldices. Tengo un amuleto que construiste con tus manos. Tengo en mí la sortija que improvisaste desde un envase de refresco. Tengo más respuestas que preguntas. El vacío y la hondura.
Cuéntame de tu última fiesta. El vino y el corcho. Las uñas puestas sobre la pared. En medio de la soga. La lengua transparente y en derredor de tu garganta. Cuéntame en reciprocidad de los cuentos de niña que te leía. Asómate a mí y comparte un pedazo de ese mar que te habita.
Cómo fue caer al acantilado. La impotencia de no seguir ante esas manos fuertes y torpes que interrumpieron tu objetivo. Levantarte para andar en silla y muletas. Pactar con los días hasta esperar de nuevo la oportunidad.
Qué se siente levitar. Suspenderte en el aire con el peso de tu cuerpo. Qué grito emana de ti en el último instante. Qué pasa por tu mente. Me ves. Nos ves. Quiénes estamos allí para despedirte y despedirnos. Cuántos años deben pasar para dosificar el pensamiento hacia tu nombre.
¿Cómo es que te llamas?
L. Carlos Sánchez