Columna Contracanto
En estos días, canta Silvio Rodríguez. Yo afano en completar las horas. En el ir y venir. Hoy ha sido generoso el temporal. Nos trajo una ráfaga de alegría fresca. Debe ser que agosto feneció y lo que le sigue vendrá dócil.
El agua de los charcos cuenta historias de nuestra infancia. La raza en su afán cotidiano camina con ahínco, la carrera contra reloj, el campanazo de entrada, la huella digital sobre el checador, las escobas y trapeadores, los niños en su grito de euforia por un día de clases bajo las nubes.
No sé exactamente cuándo aprendí la cantidad exacta de petróleo que requiere la tela para limpiar el piso. Lo dijo la abuela una vez y se me quedó grabado para siempre. En ese tiempo no sabía cuán útil me sería la lección, tampoco preví que mi oficio sería el de conserje, de doce horas diarias.
Tampoco imaginé que viviría en este cuarto de servicio, entre herramientas y pizarrones. Tengo una cafetera también herencia de la abuela, del peltre de antaño, el que resiste las mañanas todas: el fuego insistente.
Me gusta escuchar el ruido de la campana que informa a los niños la hora de ingresar a sus salones. Disfruto cada uno de los nombres de los maestros, las maestras son otra cosa, ellas me han salvado muchas veces de las embestidas del hambre: el otro día la señorita Cristina puso en mis manos un estofado de res, en su jugo de tomate. “Tuvimos reunión familiar anoche”, dijo, y yo me pregunté: ¿cómo será una reunión familiar?
Recordé entonces la vez aquella en que padre llegó con sandías, las trajo de su trabajo en el campo. Fue única vez, después ya no supimos más. Y madre, el naufragio de su vida, hacia la muerte, en uno de sus embarazos. ¿Cómo será una reunión familiar?
A la hora de recreo los niños tropiezan en mi vista, nada me llena tanto de alegría como esas estampas tan llenas de garra feliz. A veces tocan a mi puerta y me piden que les regrese la pelota que cayó en el jardín, el que resguardo con amor.
Seguido me pasa que siento que soy uno de esos niños, y tengo ganas de correr con ellos, decirles: oigan, pásenmela pelota a mí también.
Luego me veo lleno de lodo, construyo un regaño en voz de mi madre, y veo a la maestra Cristina defendiéndome de los improperios. Que todo estará bien, dice la maestra a madre y ella se va con la mirada gacha, quizá entendiendo que los niños son la constante lucha por ensuciarse el uniforme.
El martes pasado vino una niña a solicitarme un girasol, dijo que era cumpleaños de su mejor amiga, su sonrisa se desojaba ante mis ojos. Corta el que más te guste, le dije. Tomó el más pequeño, habiendo tantos enormes, le pregunté: ¿por qué ese? Porque este girasol es del tamaño de los ojos de mi amiga, dijo. Se fue feliz, y miré en ella la hija que no tuve.
Anécdotas como esas llenan las páginas de mi diario. Me gusta escribir con tinta roja, supongo que es por el color de la sangre que también implica vida.
La felicidad recorre diariamente seis horas que son el horario de clases. El silencio cruel después del campanazo de salida es un cuchillo feroz. Desde ese momento me pierdo en las fotos de los almanaques viejos, en las anotaciones de esos detalles que me hacen sentir. Leerlos es saber que pronto vendrá el campanazo de entrada, el retorno de la alegría, otra vez.
L. Carlos Sánchez