Columna Contracanto
Escuchaba llover y lloraba de emoción. Tal vez intentaba emular al cielo. Me visitaba mientras yo atendía labores burocráticas; me hacía con su visita retornar al piso con mis pasos. Íbamos a una fonda, comíamos, él se echaba unas cervezas, me contaba historias de amor. Cantaba.
Llegaba silbando, con su palo de ciego rojo. Lo recibía y al escuchar mi voz se le dibujaba una sonrisa. Conversábamos, conversábamos.
Lo recuerdo ahora que he vuelto a vivir con mis ojos el cielo de Cananea. Lo pienso ahora que un tronido desde arriba me revive su nombre: Esteban. Lo evoco y puedo verlo otra vez sobre esa tarde cuando estuvo llorando al sentir que llovía. Celebramos la infancia, porque me la contó y me dijo que lo que más le hacía feliz cuando niño, era la lluvia.
He vuelto a Cananea, y después del júbilo de las palabras haciendo poesía en la biblioteca, me he sumergido en sus calles, y el torrente afable me ha envuelto las ropas. Ir a la infancia es inevitable, y ver a Esteban ciego de tanta emoción, también.
Debajo del cielo pude constatar los porqué de esta querencia con la tierra donde proliferaron la resistencia, las ideas, las causas para una revolución que nadie supo adónde fueron a dar las propuestas que la fundaron.
Debajo de este cielo constato que el aire tiene otra textura, y la siento en la cara. Tiene la humedad fresca y un olor a soledad: lo que soy.
Esteban me contaba entre tantas historias, que un día su padrastro lo golpeó, en la cintura, con sus botas. Desde ahí perdió la vista, me decía.
Un día también dejé de verlo, cuando ya no di más en eso de trabajar en la burocracia, y nunca supe de su paradero. Algunos camaradas de la oficina me contaron, años después, que Esteban me buscaba constante. Lamenté no dejarle algún número para que se comunicara conmigo.
Hoy que he vuelto a Cananea, y ya debajo de los árboles de la plaza, me he puesto a recordarlo, con su sonrisa de niño, con su llanto de alegría al ver la lluvia, al sentir el agua en su rostro.
Y he visto de repente hacia el cielo, y en su oscuridad gris alguien me nombra.
Chuyita fue esposa de Esteban. Tenían dos niños. Ellos eran sus ojos, literalmente. Porque Chuyita también usaba palo de ciego para guiarse por la vida.
Un día, no sé cuántos años después, la encontré en una calle, ofrecía escobas y trapeadores. La llamé por su nombre, Eres Carlos, me dijo. Le pregunté por Esteban, que tengo ganas de verlo, le dije. Después de un silencio sus palabras vinieron llenas de tragedia.
Lo encontraron dentro de un pozo, cerca de un ejido, cerca de Guaymas, adonde se lo llevaron para que se curara de su alcoholismo. En su desesperación por ver a sus hijos y a su esposa, Esteban tomó camino, y a falta de mirada cayó en un hueco donde lo rescataron ya en descomposición. En eso días también hubo lluvia.
Preguntaba mucho por ti, me dijo Chuyita, Y si te hubiera encontrado otra sería la historia.
Con los ojos en blanco me miró antes de continuar con su jornada, con sus frases para ofrecer escobas y trapeadores. Aún no sé cómo resolver esta deuda, este pensamiento, este recuerdo sobre Esteban, quien me alegraba la vida con sus cantos, con su llanto. Tal vez por eso me conforta volver siempre a este cielo cananense, donde me purifico al sentir la lluvia. Invocar a Esteban.
Carlos Sánchez