Columna Contracanto
Descender la cuesta. Con el olor presto para el trajín del día. El vaticinio de un café en el mercado. Acompañar los pasos con el rumor del barrio que es el cerro. Desde la más profunda mirada hacia el horizonte que se dibuja desde siempre.
Acudir a la cita impostergable de las arterías de la ciudad. Desde temprano, antes que el sol caliente, o después de que las sombras que dan las casas grandes, se apaguen. Ir al encuentro con la alegría de esas imágenes sempiternas. Las que habitan en la memoria y las que aún permanecen.
El otrora Gran Taco, que es la cantina y por modernidad ahora nombran Barra Hidalgo. Saludar al Club Obregón, donde por años acudimos a bodas y quinceañeras, recuerdo que una vez se hizo un tiro y al compa Diablo lo traían de las greñas adentro del baño. El Kiko lo madreó, de no ser porque el loco Guapo se puso trucha y brincó a paro, el Diablo no la cuenta.
Saludar luego los vestigios del cine Noriega, a un lado de Radio Sonora, contiguo al Colson. Agarrar aviada hacia el norte y encontrar la calle Serdán, esa que colinda exacta con la Garmendia, desde donde se inicia el recorrido que ahora narro.
Garmendia el nombre, en honor a Gustavo, aquel personaje que fuera fiel amigo de don Francisco I. Madero y quien estoico un día quemara su rostro para pasar desapercibido de los contrincantes que seguían sus pasos.
Ver una y otra vez el rótulo que oferta tijeras. Y evocar Electrogas, la tienda aquella de los setenta, que todo ofrecía, el remedio para las estufas y licuadoras, justo por la Elías Calles, donde cerca también se encuentra la escuela de mis amores que es la Leona Vicario, recinto al que acudí en esos primeros años de vida. Recuerdo que una vez en el túnel que da al parque un niño enorme tropezó contra mi frente y me duplicó las dimensiones. La maestra Enriqueta Lizalde Cano me frotó con sus manos tibias y paré de llorar. La maestra de tez morena y cabello abundante que tenía la mirada de un águila.
Andar al paso, despacio con el deseo de recordar la tienda de Limón, allí donde la infancia emprendía su carrera a pedalazos. Limón nos alquilaba bicicletas, con los ahorros que obteníamos por hacer mandados a las doñas del barrio, se hacía el intercambio de monedas por las más ligeras baicas. La greña no dejaba de volar. Recorríamos entonces la plaza Zaragoza, el bulevar Hidalgo, a veces íbamos a parar hasta el Gimnasio del Estado y nos metíamos de trampa a la alberca. Recuerdo al Tito lanzándose del último trampolín, estoico cayó de panza, se levantó como si nada, con un círculo dibujado perfecto en derredor de su piel. Un sol quemante como tatuaje.
Hubo una vez el misterio que me guiñó el ojo. Entré con cautela, por una de las rendijas de una puerta casi caída. Solo encontré estantes y dibujos con carbón de rostros desfigurados. Entonces revelé los misterios del interior de la Sociedad de Artesanos Hidalgo, ahora convertida en galería-biblioteca.
Acariciar y reflexionar. Con la mirada, con oportunidad. Los años aquellos en los que un pan nos detenía los ruidos del estómago. Con una coca de vidrio. Helada. Estacionarse justo allí, frente a la panadería Modelo, donde algunos compas del barrio vivieron de madrugada encendiendo el horno de leña, adornando la fruta de horno, amasando para el virote.
Tiene un recuerdo profundo esta panadería, porque allí trabajaba, en años recientes, doña Lupita, la doñita de voz tierna y manos generosas. Cuántas veces me dibujó con palabras la mesa puesta y un chorizo con huevo. Jugábamos a ir al cine, comprar palomitas, la utopía de una tarde feliz.
Doña Lupita que me amaba como se ama a un hijo y yo a ella como se ama a una madre. Sonreíamos con la promesa de un día no lejano coincidir en fecha y horario, para ingresar a la sala del cine más oportuno, ante la cinta más nostálgica, la que hablara de nuestros tiempos, quizá un filme a blanco y negro. El proyecto que se diluyó ante su ausencia.
Regresar a la caminata del recuerdo, y el ejercicio físico. Andar despacio, desde la memoria. Y evocar la mirada de mi amigo el Naro, el más picudo en eso de rectificar monoblock y afinar las bielas.
El Naro que fue amigo de mi padre, y que de ello me contó con alegría sobre historias que ambos construyeron, en el camareo. El Naro que siempre vivió en la calle Garmendia final. Allí donde formó su familia, los hijos a quienes heredó el oficio.
Esta es la calle de los recuerdo. En el aquí y ahora, en el umbral de la transformación inminente. Lo que es la vida. Porque también hay muerte.
Por L. Carlos Sánchez