Intercambiaba opiniones sobre la consulta popular con un amigo que atinadamente me llamó “pícara soñadora”, porque comenté que me parecía asequible lograr la participación de 9 millones de ciudadanos en la misma.
Los resultados preliminares anunciados por diversas autoridades, además de confirmar mi ingenuidad, señalaron que la participación total fue de poco menos de 7 millones; ¿Qué significa y en qué tipo de poder político puede traducirse esa cantidad? ¿Qué acciones de gobierno permite y puede legitimar?
Para empezar, digamos que si Shakira, Luis Miguel o Maluma -entretenimiento de masas y fácil acceso- ofrecieran un concierto gratuito en la CDMX, difícilmente reunirían a dos millones de seguidores. Podemos argumentar que el costo de traslado de ciudades aledañas a la capital sería superior al costo del boleto, que en este caso es gratuito, no obstante, pretendo visibilizar que acudir a votar no es, de ninguna forma, un acto de entretenimiento. Su bondad reside en que la motivación emana de la voluntad misma.
También resulta encomiable aceptar el costo de la participación, que no es otro que el de ser percibido como un idealista o entusiasta; ambas características mal vistas y minusvaloradas por la opinión pública. Empero, es primordial considerar esto debido a que cómo podemos propiciar una actitud de cooperación, tan importante en política, si estas características son motivo de escarnio, más que de orgullo o elogio.
Asimismo, estos 7 millones de votos son superiores a la cantidad que obtuvo la coalición PRIAN-RD en las elecciones intermedias recientemente celebradas. En concreto, y con datos tomados de las redes sociales, la cantidad de participación alcanzada es cuatro veces la votación lograda por el PRD; el doble de los obtenidos por Movimiento Ciudadano, y; poco más que los obtenidos por PRI y PAN juntos.
Es también poco más que dos veces la población de Sonora, es mayor que la población de Nuevo León y menor que la de Jalisco por un millón de habitantes, y es cierto, aunque todos esos electores están distribuidos a lo largo y ancho del territorio nacional, no me imagino algún otro actor político o ideal que, en estos momentos en México, sea capaz de movilizar a esa cantidad de gente.
Siete millones son la línea base para deponer a Andrés Manuel de la Presidencia, sin embargo, observar entusiasmo en los adversarios que representan nuestra antípoda ideológica, como son quienes buscan revocarle el mandato al Ejecutivo, también es un aliciente para participar con mayor ímpetu en la próxima consulta.
Ahora bien, en relación con las recién celebradas elecciones intermedias bautizadas como “la fiesta de la democracia” por un sector de la población que AMLO acusa de hipócrita, seguramente habrá quien haya empezado a analizar los diferenciales existentes entre los votos obtenidos en 2018, los de castigo expresados el pasado 6 de junio, sobretodo en CDMX, y la tendencia de participación en los estados, pero principalmente en las alcaldías de la capital.
Puedo asegurarle que los resultados que arroje un estudio así, fácilmente pueden convertirse en las directrices para el desarrollo de una plataforma política exitosa y orientada a satisfacer los deseos y preferencias de electores que abandonaron el barco de MORENA el pasado 6 de junio.
Puedo argumentar muchas otras ventajas, pero el espacio es limitado y en realidad basta con apuntar la más trascendente, que es algo que mencionó López Obrador en La Mañanera: esto es solo el inicio, la participación será cada vez mayor.
¿Y por qué creo en ello? Bien, porque coincido en el diagnóstico popular de que los organismos e instituciones del Estado han perdido todo su prestigio y se han olvidado de la trascendencia de ejercer el servicio público con respeto y excelencia. En el prólogo a “Virtudes públicas”, Victoria Camps dice que “La ética filosófica ha ido evolucionando hacia lo que llamamos ‘ética aplicada’, que viene a ser una ética de las profesiones. La virtud de la profesionalidad, que no es otra cosa que la disposición a ejercer con excelencia la propia profesión, consiste en eso que hoy llamamos ‘cultura’ profesional, un modo de concebir y entender el propio trabajo coherente con los valores que como ciudadanos suscribimos. Si falta ese compromiso ciudadano con la democracia, con la sociedad y con el interés común […] no debe extrañarnos la falta de progreso ético. Este vendrá dado por un cambio en las mentalidades y en los sentimientos, no por una acumulación de normas y principios”