Hermosillo, Sonora.- Carmen sale de su casa cargando una hielera llena de burritos y otra de botellas con agua fría. En su carro -sin aire acondicionado, a 40 grados y acompañada de su hijo Guillermo-, recorre las plazas públicas, debajo de los puentes, lotes baldíos, casas abandonadas y las vías del tren de Hermosillo donde viven personas en situación de calle para, aunque lo considere un apoyo mínimo, brindarles alimento.
Ninguno de los dos quiere reflectores ni mostrarse como héroes -por eso ni siquiera comparten sus apellidos- pero saben de cerca cómo son las adicciones y empatizan con lo que significa vivir en las calles.
Su decisión es ayudar, por eso, aunque no lo expresen abiertamente, les gustaría que más personas imiten esta y cualquier otra actividad positiva en favor de todas estas personas.
Carmen ni siquiera recuerda con precisión cuándo empezó con esto, pueden ser unos tres o cuatro años, pero en el camino se ha encontrado a personas solidarias, como sus vecinas, que también han dicho: “yo tengo tortillas y yo tengo 200 pesos para comprar frijoles y papas”.
“No basta decir ‘ay pobrecito’, ¿qué estoy haciendo, pues?”, dice Carmen mientras conduce su carro rumbo a un lugar que sabe es frecuentado por personas en situación de calle.
“También estoy convencida de que no es: ‘no tengo y tú sí tienes’. Yo tampoco tengo, pero sí tengo frijoles y tengo papas”, agrega acercándose hacia la parte inferior del puente vehicular de los bulevares Rosales y Rodríguez, “en este recorrido he visto mucho sufrimiento, mucho abandono, mucho desprecio”.
Entonces Carmen se baja de su carro y camina hacia donde sabe que encontrará a algunos hombres. A unos metros de distancia, los ve tejer flores con palma que venden en los cruceros. Ella se acerca junto a su hijo y tres jóvenes que fueron invitados a participar en la entrega de los burritos, pues todos son parte de un programa de rehabilitación de adicciones en el centro donde Guillermo es consejero.
Antes de llegar, Carmen se detiene y, molesta, dice: “A las dos de la tarde, a las seis de la tarde, a las ocho… están completamente drogados, abandonados, entonces ¿dónde están las instituciones que abrieron? ¿Y los lugares que abrieron? Si yo sigo viendo a los mismos y me da una profunda tristeza cuando encuentro caras nuevas, muchachitos muy jovencitos”.
Habla de los centros públicos para tratar las adicciones, pero la gente de las calles nunca es acompañada a estos, refiere. De cualquier forma, ella les da indicaciones a los muchachos que la acompañan para sacar la comida y el agua.
Cuando ella se acerca y les extiende la comida a los hombres, ellos se refieren a Carmen como “madre”. “Gracias, madre… muchas gracias, Dios la bendiga”.
En el recorrido rumbo a una plaza, de nuevo en su carro, Carmen continúa: “¿Qué me ha enseñado esto a mí? Me ha enseñado un mundo de ellos, donde son tan generosos entre ellos. Si se fijaron en lo que dijo aquel muchacho de la casa abandonada: ‘no importa si no me dan’. ¿Qué dijo él? ‘Yo le voy a compartir a mi amigo de estos tacos’. Me han enseñado lo que es la generosidad”.
Su hijo Guillermo es callado, pero atento. Viaja en otro vehículo detrás del de Carmen, junto con los otros tres muchachos. En cualquier alto de un semáforo donde se detienen a esperar el cambio a verde, se bajan y corren para cruzar a la acera contraria y entregarle burritos y agua a una persona sentada bajo un árbol.
“Me siento muy orgullosa de que mi hijo ande conmigo, ¿por qué se involucró él? Porque uno predica ¿con qué? Con el ejemplo”, dice Carmen, “porque aquí no hay ganancia, pues. No es negocio esto. Y me hace estar muy contenta: no importa que esté haciendo frío, ni calor, ni que esté lloviendo. El saber que comen ellos ahorita me hace feliz. Y bueno, bendita locura y ojalá y algunos se vuelvan locos igual y que puedan compartir con el que está más necesitado”.
Guillermo toma un respiro sentado en la banca de la plaza Emiliana de Zubeldía y agrega: “Esto probablemente no les cambia la vida, pues, pero sí el día. Tan siquiera con este calor que está pasando y todo eso, con una agüita y unos burritos, que pasen un rato ameno entre ellos. Yo estoy con mi mamá en todo esto, yo estoy apoyándola porque, al momento yo ayudar a los demás, pues me ayudo a mí mismo”.
La tarde todavía es larga y la hielera todavía tiene suficientes burritos para ir a las vías del tren, cercana a la colonia San Luis, donde decenas de personas migrantes permanecen a diario. Carmen llama su equipo para que suban a sus carros y continúen.
“Yo no puedo obligar a alguien a que haga algo. Pero, tal vez viendo lo que yo haga, alguien se prenda, como dicen ellos, de esto. El día de mañana que yo me vaya -porque sé que me voy a ir- algún día mi hijo va a decir: ‘Mi madre andaba haciendo esto’ y habré ganado con que él siga ese camino, en la medida que él pueda. No tiene que tener doscientos tacos ni quinientos tacos… tan siquiera dos tacos. Si vienen los tacos y está un señor, que los comparta con el que no tiene”.
Para conocer a Carmen y Guillermo y apoyar en su labor, puede llamar al (662) 403 77 04.