Columna Política y Medios
Es una tarde de fin de semestre y he estado revisando trabajos de mis alumnos universitarios por horas, mis ojos están a punto de reventar y desde hace tiempo desvían la mirada hacia el estuche de mi cámara, desde hace unos días, hemos intentado tomar fotos de la demolición de nuestro querido parque de pelota, parece que la jornada laboral nos exige una tregua y no hay más tiempo que perder.
Escojo la ruta que desde niño recorrí en medio de la emoción beisbolera, muchas veces a pie desde casa, en la zona alrededor de la Prevo, hasta el Espino, tomó la calle del Seguro Social, doblo hacia la José Carmelo a la altura del panteón y desde diez doce cuadras más adelante, uno ya sentía en aquellos años, el cosquilleo, la electricidad, tratando de adivinar si habría una gran entrada en las tribunas, cómo sería el ambiente, cómo se colocaría después de esa noche la serie de postemporada, a favor de qué equipo, si conseguiríamos todavía un buen asiento en lateral derecho, por el lado de la caseta de Naranjeros o nos toparíamos con puros lugares “ya apartados”.
Los hermosillenses a menudo nunca llegamos a la primera entrada y las emociones iniciales casi siempre fluían con la intensidad de la narrativa radiofónica, del estéreo de auto o del receptor de transistores del vecino, después llegando al Choyal, divisábamos las luces, queríamos saltar de las ventanas del camión, o abrir la puerta del auto en pleno movimiento, nos apresurábamos a subir las grandes rampas y en la cima poder ver en todo esplendor el césped, los colores de los uniformes, las bombillas de la pizarra, la voz entrañable de don Manuel Torres, el siempre anunciador oficial, el sonido seco del bat, o el tronar de la mascota del Kalimán Robles cuando llegaban al borde de su guante pelotas a más de 90 millas por hora, hasta creíamos poder percibir el olor de piel de ternera que despedía cada impacto que atrapaba, o sentir que nos quemaba la malla de seguridad calada en su rostro al realizar sus increíbles atrapadas detrás de home. Todo era tan diferente al aburrido blanco y negro de la tele, las fotos del diario, o en el mejor de los casos, los “colores” descoloridos del entonces sufrido y pobre Canal Doce.
Hoy, muchas décadas después, la sensación era distinta, al manejar por la “Carmelo”, con las mariposas morbosas aleteando el posible escenario de la desolación, con el sentimiento de culpa de haber llegado mucho tiempo después de la temible bola de demolición, con la certeza de asistir a una despedida, tal vez inconscientemente aplazada de los lugares donde uno aprendió a amar el drama de la vida con toda la intensidad, sin narración alguna, como sucede en los estadios de pelota, sin que nadie le explique la tragedia griega que ocurre en el terreno de juego, ni la alegría desbordante de la victoria.
En el Espino muchos aprendimos, que, en el beisbol, así como en la vida, no hay siempre finales felices, que todo lo que parece fácil y seguro, puede acabar en un abrir y cerrar de ojos, que el tiempo es relativo y que el beisbol, en ocasiones puede detenerlo caprichosamente, si es que los hombres no subvierten las reglas del viejo pasatiempo americano.
Hace unas horas, logré introducir mi cámara fotográfica sobre la barda de demolición de lo que queda del Espino, sólo para comprobar mis temores más fundados, documentar mi incertidumbre y amortiguar ambos sentimientos con un poco de nostalgia de la buena. El daño está hecho, las viejas tribunas han sido vencidas con pasmosa facilidad. Lo que tardó meses en levantar los señores de la construcción y años en edificar como gran catedral de la pelota figuras como Espino, Hairston, Robles, García, Sandoval, Maximino, Dessens, Valenzuela, entre otros, hoy es cascajo inservible.
Claro está, la nostalgia no nos puede vencer y la academia sin duda, bajo la dirección del Kalimán traerá grandes satisfacciones a la afición, pero también, más allá de lo deportivo, es importante que el gobierno federal atienda a la sociedad civil, hasta la fecha las organizaciones ambientalistas nos han comentado que nunca se les ha dado la oportunidad de dialogar frente a frente sobre qué es lo que va ocurrir con el gran espacio alrededor de la nueva academia.
La sociedad civil hermosillense está más que a tiempo para exigir que tras la destrucción del graderío lateral, el espacio restante más allá del importante proyecto de la escuela de pelota sea una gran área verde, deportiva, cultural. Es necesario que nos digan qué realmente van a hacer, más allá de la escueta y poca reveladora maqueta que dibuja el posible futuro del inmueble.
Esperemos que por favor no caigan en el lugar común de que van a recuperar la inversión con negocios, se necesita invertir en la gente, en restablecer la convivencia, reconstruir el tejido social, ese tal vez será junto con la academia forjadora de nuevos talentos que lleva su nombre, además de su gran paso por Naranjeros, el legado culminante de don Héctor Espino y por supuesto la gran aportación tras su innegable pasión pelotera del presidente López Obrador para nuestra ciudad.
Amílcar Peñúñuri Soto, Doctor en Ciencias Sociales, egresado de la maestría en Ciencia Política, (UNAM) licenciado en Ciencias de la Comunicación, profesor universitario, director de Política y Rockanroll Radio, 106.7 FM. Tweeter: @amilcarpolitica