La dominancia del escolasticismo en el campo académico puede notarse en la falta de espíritu crítico de sus integrantes y en el anquilosamiento de sus instituciones, aunque tratándose de estas últimas, y en calidad de prácticas instituidas, por ser entelequias no tienen capacidad crítica. Son la representación material de la violencia conservadora.
Lo que es de preocupar, porque abre la puerta a la violencia fundadora, son los preceptores de mente estrecha que, en el campo y proceso educativo, pontifican en nombre de la ciencia con discursos trillados y conocimiento dogmático que transmiten en calidad de autómatas.
La manera desafortunada en que se evidencia esta fatalidad es cuando la autoridad abdica de su responsabilidad ética y moral para escuchar, conversar, debatir, refutar y argumentar, justificando su intransigencia en su incapacidad dialógica. Ortega y Gasset advertía que el hombre medio tiene las explicaciones más taxativas sobre lo que acontece en el universo y no tiene razones para escuchar, sino para juzgar, sentenciar y decidir, imponiendo sus opiniones.
De esto trata “La mente bien ordenada. Repensar la reforma, reformar el pensamiento”, del francés nacido el 8 de julio de 1921, Edgar Morin, filósofo y sociólogo que formó parte de la Resistencia y fue perseguido por la Gestapo.
Además de estar próximo a cumplir 100 años, una anécdota relata que Edgar Morin nació en un contexto muy parecido al actual, el de la gripe española, que le generó una lesión cardiaca a su madre, razón por la que le fue prohibido tener hijos. Sin embargo, después de un aborto clandestino, otra oportunidad daría lugar a la existencia del pensador.
La propuesta filosófica de Morin es la del pensamiento complejo, que surge a partir de la crisis de la física en el siglo XIX, y que asume la introducción de la incertidumbre y el azar a las actividades epistemológicas del hombre.
Su punto de partida es que el “imaginario colectivo”, al que define como el conjunto de deseos, valores y prácticas sociales, que constituyen un dualismo entre la imaginación y la realidad, es susceptible de ser transformado en uno más benéfico para la humanidad. Para él la cultura de masas no existe, porque la industria cultural lo que crea es una cultura positiva y considera que la cultura de masas es una cultura para ser, una propia cultura.
Aclarando un poco las cosas, quiere decir que la cultura de masas no es una “esencia”, sino una práctica aprendida e imitada -como cualquier otra cultura-, existente dentro de un sistema más grande y complejo, como sería el sistema capitalista. Este enunciado implica que el capitalismo es viable siempre y cuando sea practicado bajo otra ética cultural.
Para el francés sólo es posible reformar el pensamiento cambiando el modelo de enseñanza, que bajo sus actuales connotaciones de formación y modelado, tiene el defecto de ignorar que la misión del didactismo es alentar el autodidactismo, despertando y favoreciendo la autonomía de la mente (p. 10); esto se logra a través de la enseñanza educativa, tal como lo expuso Jacques Rancière en “El maestro ignorante”, donde relata los orígenes del método de “Enseñanza Universal” elaborado por el pedagogo Joseph Jocotot.
También señala que “los desarrollos disciplinarios de las ciencias no sólo aportaron las ventajas de la división del trabajo, también trajeron consigo los inconvenientes de la sobre-especialización, de la compartimentación y la fragmentación del saber. No produjeron nada más conocimiento y elucidación, también produjeron ignorancia y ceguera”.
En esta propuesta epistemológica el lenguaje y la lectura juegan un papel importante, ya que “toda percepción es una traducción reconstructiva operada por el cerebro, a partir de terminales sensoriales, que ningún conocimiento puede prescindir de interpretar”. Estos procesos son posibles sólo a través del lenguaje y nuestro dominio del mismo, así como de nuestra capacidad para comprender la diversidad de sentidos que puede tener un referente.
“La mente bien ordenada” es concisa en su propósito, la reforma del pensamiento, que debe ser capaz de superar la paradoja de que “no se puede reformar la institución -educativa- sin haber reformado previamente las mentes, pero las mentes no pueden reformarse sin haber reformado previamente las instituciones”.
Para superar este escollo es preciso que la iniciativa provenga de una minoría periférica y marginal que será incomprendida al principio, y a veces hasta perseguida, pero posteriormente se diseminará hasta volverse una fuerza actuante hegemónica. Desconfiemos de esos académicos que actualmente dominan el medio gracias a una violencia conservadora auspiciada en ideologías pre-modernas y discursos pseudocientíficos.
Esta obra breve de 134 páginas consta de un prefacio, 9 capítulos y tres anexos muy interesantes, en el que sobresale el primero (“El hoyo negro de la laicidad”), donde apunta que “el mundo laico debe saber que, como siempre, el nuevo enemigo viene de dentro. Ya no se trata hoy de blandir el estandarte de la ciencia, la razón, el progreso sino de interrogarlos; se trata de movilizarse contra las evidencias impensadas de la tecnocracia”.
En relación con su oficio de programador, Levrero pensaba, “muchas veces juego porque tengo el juego a mano, y si no lo tengo a mano puedo reflexionar, preguntarme si realmente tengo ganas de jugar o si estoy cediendo a un automatismo. Porque la computadora genera automatismos; es un autómata, y cuando uno frecuenta a los autómatas a la larga se transforma en uno de ellos”, y Morin elucubra de manera similar, afirmando que “la autonomía es posible no en términos absolutos sino en términos relacionales y relativos”.