También puede pasar que tenga complicaciones para escribir mi participación semanal debido a la coincidencia de múltiples temas de interés, que por otro lado, no guardan relación entre ellos. Así sucedió en esta ocasión que pretendí hablar sobre el conflicto APF vs. Nexos, el inicio del proceso electoral, la polémica desatada por Fernanda Melchor respecto a distribuir gratuitamente libros en formato PDF, la contienda interna de Morena, mi regreso a la escuela, etc.
Me decanté por el tema de la consulta sobre llevar a juicio a los expresidentes mexicanos porque ha sido recurrente en la conversación pública; porque las derivaciones de la parte sustantiva de la discusión son más generales y trascendentes para la cultura política nacional que la del resto de los temas, y; debido a que nuestro posicionamiento frente a esta alternativa es un indicador, más o menos fehaciente y explicativo, de cómo entendemos la política como actividad humana capaz de darle forma a nuestro entorno material y circunstancias sociales.
Por lo general, el primer y único argumento que se presenta para ridiculizar la intención de llevarla a cabo y desmotivarla es el de que las leyes no se consultan, simplemente se cumplen y ejecutan; no causa extrañeza que individuos ajenos al Derecho sostengan esa opinión, pero no deja de ser profundamente asombroso y vergonzante que los juristas lo esgriman como argumento.
Apunta Daniel Innerarity que “la principal amenaza de la democracia no es la violencia ni la corrupción o la ineficiencia, sino la simplicidad”, y agrega parafraseando a Uwe Backes, “la uniformidad, la simplificación y los antagonismos toscos ejercen una gran seducción sobre aquellos que no toleran la ambigüedad, la heterogeneidad y plurisignificación del mundo, que son incapaces de reconocer de manera constructiva la conflictividad social” (Una teoría de la democracia compleja, 2020).
Digo que me asombra de los juristas porque pareciera que basta con que algún derecho sea positivo y vigente, para que las leyes sean ejecutadas o se “activen” en la vida real, que surja la justicia y se restablezca cualquier equilibrio perdido anteriormente como por arte de magia. No se me ocurre una actitud más negligente, romántica, idealista y conservadora del statu quo, que esa.
No me malinterprete querido lector, el argumento es verdadero, pero al mismo tiempo es inválido como refutación. No se está pidiendo que se haga valer una ley, se está exigiendo a las autoridades judiciales que ejecuten proactivamente los mecanismos de acceso al derecho a la justicia y la reposición del daño.
Muchos de los antiguos gobernantes, y me refiero a personas en particular, no a partidos políticos ni poderes fácticos, tenían cooptado el sistema judicial, y por lo mismo, no se realizaban las gestiones jurídicas necesarias para hacer efectivo el cumplimiento de la ley. ¿Acaso no consisten en esto nuestros prejuicios hacia el Estado de derecho mexicano?
¿Por qué si Lozoya se fue por la libre, Peña Nieto y Videgaray nunca lo llevaron a cuentas? ¿No es eso una forma de complicidad? O si nunca llegaron a percatarse, ¿no sería una negligencia a la que cabe anteponer responsabilidades administrativas graves en el ejercicio del servicio público?
La propiedad de la consulta se justifica y delimita exclusivamente en su capacidad para involucrar a los ciudadanos en la vida política del país, en el ejercicio de las libertad más fácilmente asequible en un Estado con economía precaria, la de la participación política.
Ya sabemos que históricamente el Estado mexicano no ha podido satisfacer necesidades humanas básicas como la salud, alimentación y educación, y tampoco a la justicia para las víctimas de violencia; pero hay un método no violento, más inmediato y menos oneroso, aunque no comprobado empíricamente, para el combate a la desigualdad. Es el de la democracia participativa.
Aunque definitivamente la actividad política se torna más compleja en la medida en que existe un mayor número de participantes, apareja consigo consensos más estables y perdurables. La democracia no siempre se ha regido por el principio de mayoría, a partir de la época de Locke y la ilustración, así como de las revoluciones (1789) e independencias (1776), la regla de unanimidad comenzó a cobrar relevancia; quizá por el tema de la “igualdad” entre individuos y la creencia en que “cada individuo es un voto”.
Lo anterior nos permite colegir que el quid de la discusión versa sobre una concepción ética de la democracia, de nuestra cosmovisión sobre cómo debe ejercerse el gobierno de sí y de los otros. En “Ética y Política”, Luis Villoro señala que “la relación de una moralidad social con el sistema de poder varía entre dos extremos: desde una alianza efectiva entre ambos, hasta una oposición. […] el poder político puede intentar justificarse con los valores en curso de la moralidad existente, […]; puede enmarcar el poder en reglas tradicionalmente aceptadas. Entonces la moralidad social justifica el poder existente. El discurso moral, además de proponer valores, sirve para afianzar la dominación de un grupo. Es, a la vez, un discurso ético e ideológico. En cuanto propone valores deseables para una comunidad, es ético; pero forma parte de una ética reiterativa de la situación existente, que no la pone en cuestión. En cuanto esa propuesta es utilizada para afianzar un poder, es ideología, si entendemos por ese término, justamente, un conjunto de creencias, insuficientemente justificadas, que se aceptan por contribuir al establecimiento de un poder”.
Yo propondría una pregunta más sencilla ¿Deseas que con base en los ordenamientos jurídicos mexicanos vigentes, los expresidentes sean tan iguales y tengan las mismas probabilidades, como tú, de responder ante la Ley y la Justicia? Respondería que sí y esperaría que el peso de la Opinión Pública obligue al Poder Judicial y a la Fiscalía General de la República, a rendir cuentas tanto como predican.
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