En Santa Cruz Otlatla, los pobladores no creían en el COVID-19 hasta el 29 de junio que Miguel, de veintipocos años, murió.
“Es una mentira más de los gobiernos, quieren que nos asustemos y escondamos para que ellos roben”, solían decir los habitantes de uno de los muchos pueblos que integran la pléyade del municipio de Santa Rita Tlahuapan, Puebla. Ahí se cultiva maíz, haba, chícharo, avena, trigo… pero también hay mucho comercio de huachicol y muchos de los jóvenes que no han migrado a Estados Unidos conducen tráileres.
En los dos últimos años han habido al menos cuatro intentos de linchamiento a delincuentes por la inacción de la autoridad.
El alcalde electo en 2019, Vidal Roa Benítez, del PRI, ha sido acusado varias veces por sus regidores de ser poco transparente en sus gastos y hasta por abuso de poder.
Pero le decía que todo cambió con la muerte de Miguel. El se comenzó a sentir mal después de que su suegro, Javier, enfermera unas semanas antes. En Tlahuapan hay solo una clínica chiquita y fue a checarse en el “Integral”, es decir, el Hospital Integral de San Martín Texmelucan, la población más grande que está como a 50 minutos. Pese a que le dieron un diagnóstico de coronavirus, no lo creyó y regreso como si nada a su casa a convalecer.
En la gran casa familiar -ya hecha de concreto, hasta hace algunos años muchas eran de adobe, pero eso ha cambiado gracias a los dólares que mandan los que migraron- vivían hasta hace poco Javier y su esposa, S. , junto con los tres hijos de matrimonio (dos hombres y una mujer) cada uno con sus parejas y dos hijos por cada uno. En total 8 adultos y seis niños.
Javier, como muchos de los hombres de la comunidad no creía en el virus. Lo compararon con la epidemia de H1N1 hace 10 años y pensaron que sería igual. Fuera de la información por la televisión nadie recuerda recibir alguna campaña, alguna advertencia persona a persona.
Los pobladores se ufanaban de que no les pasaría nada. “Estamos muy lejos (de la Ciudad de México) no llegará hasta acá”, decían. Subían a Facebook, su principal red social, memes donde presumían que sus hijos jugaban en el monte, entre el lodo y en todo caso tendrían más defensas. A ellos el virus qué.
Pero el 30 de junio la realidad cambió, cuando enterraron a Miguel. Como era trailero, un grupo de compañeros en al menos 10 tractores, la gran mayoría sin carga, lo acompañaron en el camino rural de tierra sonando sus cláxones en una melodía atónica a su última morada en el cementerio en el monte.
Estacionaron sus unidades en el campo de futbol de la localidad. Hubo una ceremonia de cuerpo presente en la iglesia, misma que después fue desinfectada, pero la caravana mortuoria tuvo como participantes a mujeres, hombres, niños y niñas y hasta perros. La mayoría juntos, sin sana distancia ni cubrebocas.
El ataúd de madera de Miguel fue envuelto en plástico como casi única medida sanitaria. Nadie el pueblo lo cargó, como es costumbre; lo subieron a un camión con algunas pocas coronas de flores blancas y el resto caminó detrás. Sobre el ataúd iba el chaleco de protección civil de Miguel: uno naranja fosforescente con rayas blancas que reflejan la luz.
Muchos habitantes del pueblo, unos 300 de mil 123 habitantes, caminaron hacia el cementerio donde fue enterrado normal, conforme a la costumbre: los habitantes ayudan a hacer la fosa en la que se entierra el ataúd con el cuerpo.
Pero la muerte de Miguel comenzó a preocupar a la comunidad y a la cantidad de pueblos cercanos. Se corrió la voz de la muerte de Miguel -no como el virus en el que aún no creen muchos- sino como pólvora: a San Juan Cuauhtémoc, La Preciosita, San Miguel Tianguistenco, Matamoros, San Martinito, San Rafael Ixtapaluca, Guadalupe Zaragoza y más allá.
Dos días después, el jueves 2 de julio, otro habitante de la misma casa y comunidad falleció: fue el que tuvo los síntomas primero: Javier, quien tenía como 50 años. Lo enterraron el día después, viernes 3, pero ahora sí nadie del pueblo fue y hasta contrataron a alguien que ayudara a cavar la fosa.
Cuentan que en su casa ya hay varias personas que tienen síntomas. Ahora sí todos están pendientes de cualquier señal de contagio porque seguían visitando a los habitantes de la casa donde había personas enfermas, sin protección: porque luego fueron al velorio, participaron y hasta abrazaron a los deudos.
Santa Cruz Otlatla ahora es un pueblo quieto, con miedo. Ahora sí ya nadie sale de sus casas y todo se escucha en silencio.
Mientras en las ciudades, aunque aún muy preocupados por el virus y atentos a los semáforos que cada día abren más las actividades, nos centramos poco a poco más en las grandes elecciones que vienen, en los precandidatos, en las disputas que nunca faltan y la grilla de cada día.
¿Pero cuántos más pueblos como Santa Cruz Otlatla habrá en el país que no miraremos y que vivirán un pandemia en el silencio mientras los medios y muchos otros nos ocupamos de ‘otras cosas’?
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