Al caer la tarde, cuando el brillo dorado del sol se refleja en el cerro de la Pirinola, en Granados saben que es la hora en la que abre uno de sus principales centros de convivencia social: la carreta de los dogos. Situado a un costado de la iglesia San Isidro Labrador, este puesto de comida es desde hace 8 años parte indisociable de la vida cotidiana de este pequeño pueblo de la sierra sonorense. Hasta que llegó el COVID-19.
La contingencia sanitaria provocó que Granados se quedara temporalmente huérfano de hot-dogs, hamburguesas, salchipapas, chiledogos, momias… y sin lugar de encuentro vecinal. «La Carreta», al igual que otros pequeños comercios no esenciales, entró en cuarentena. Permaneció cerrada dos meses hasta que hace una semana sus propietarios, el matrimonio formado por Jesús Alfonso Provencio y Norilda Duarte, volvieron a la carga.
“Teníamos muchas ganas de abrir –confiesa Jesús Alfonso– pero sobre todo necesidad”. Y los clientes, ganas de saciar sus antojos nocturnos. El primer día de reapertura se formó una larga cola, “la gente tenían ganas de comer diferente”, añade este granadeño que se prepara para levantar la tapadera a la carreta amarillo piolín y comenzar la venta de hoy.
Nunca antes la expresión «volver a la normalidad» tuvo tantos y variados significados. “Volver a la normalidad” en cualquier gran ciudad podría ser que la gente regrese a sus trabajos o escuelas, que las calles se llenen de carros, que reabran cines, bares o restaurantes… En pueblos como Granados, de apenas unos 1,000 habitantes, ese “volver a la normalidad” es solo un gesto, una pequeña acción, como reabrir la carreta de los dogos. O el negocio de la uñas, el hotelito o la peluquería.
A un par de cuadras de “La Carreta”, está la casa de José Isidro Monge, alias el Chiquitón. Desde hace unos días, este peluquero ha vuelto a su propia normalidad. Ha comenzado a recibir clientes que llevaban toda la cuarentena sin cortarse el pelo. “Poco a poco comienzan a llamar”, explica José Isidro desde la sala de su casa donde solo atiende a sus clientes varones.
Unas cuadras más allá, Miriam Garrobo también acaba de retomar su trabajo. Pone gelish en manos y pies en una pequeñita sala contigua a la casa de su suegra. “Antes de que pasara la contingencia –explica– tenía citas diarias, entre dos y cinco; y en Semana Santa hasta 12”. Cuando inició la contingencia se le acabaron las citas: “Yo no cerré, la gente dejó de venir”, sentencia esta joven de 28 años.
En el Hotel Granados, el único del pueblo, la actividad también se reactiva, lentamente. Ha sido extraño –comenta María Auxiliadora Coronado– ver el hotel vacío en Semana Santa y las fiestas del pueblo, fechas que por lo general no queda nunca libre ni una de sus 25 habitaciones. “Nos cancelaron todo y nos fue como en feria”, expone esta empleada de 39 años de edad.
María Auxiliadora confía en que poco a poco este pueblo escondido entre montañas vuelva a su particular normalidad y junto con ella los visitantes que vienen a disfrutar del caudal del río Bavispe –que por estos días lleva bastante agua– o los proveedores y trabajadores que van de paso. Pero lo ciero es que este deseo choca con una cierta sensación de inseguridad que aún se respira en toda esta región sonorense.
Municipios de la esperanza
Granados, forma parte del llamado grupo de “municipios de la esperanza”. Esas poblaciones que están libres de contagios de Covid-19 y que desde el pasado 18 de mayo están autorizadas a retomar actividades y levantar ciertas restricciones. En Sonora, 16 comunidades entraron en esa categoría. Además de Granados, están Huásabas, Bacadéhuachi, Huachinera, Moctezuma, Tepache, Divisaderos, Bacanora, Nácori Chico, Arivechi, San Javier, San Felipe de Jesús, Huépac, Aconchi, Banámichi, Átil.
“No podemos echar las campanas al vuelo”, expresa tajante la Secretaria del Ayuntamiento de Granados, María Durazo Durazo, que confiesa que recibieron este “nombramiento” con una sensación agridulce. Por un lado, les reconforta el hecho de que no se hayan registrado contagios en su comunidad pero al mismo tiempo sienten temor de que el levantamiento de las restricciones los ponga en un situación de debilidad y el virus pueda colarse al pueblo. “A la población le alegró que Granados sea ‘municipio de la esperanza’, pero al conocer que hay nuevos contagios en Nacozari volvieron a sentir temor”, explica.
Hace apenas una semana, en Granados se retiró el filtro de la entrada del pueblo y se suspendió el toque de queda (que aquí eufemísticamente le dicen “llamado para que la gente se resguarde después de las 9 de la noche”). Sin embargo, María Durazo revela que ya han comenzado a recibir llamadas de algunos vecinos “para que se vuelva a instalar todo esto”.
Como en Granados, la distinción de “municipio de la esperanza” ha sido recibida con reservas por algunos otros pueblos. El alcalde de la vecina Huásabas, José Soledad Fimbres, asegura que aunque se siente satisfecho de que su pueblo esté dentro del grupo de las localidades que ya pueden “volver a la normalidad” ha decidido no comunicarlo aún oficialmente a su comunidad para no entorpecer el buen nivel que tenemos”.
En el caso de Huásabas, nunca se instaló un puesto de control en la entrada ni hubo toque de queda. La autoridad municipal lo consideró innecesario y hasta “incongruente”: “No podíamos instalar un toque de queda porque aquí después de las 8 de la noche ya no hay nadie en las calles”. El alcalde explica que ante todo quisieron proteger la “endeble” economía del pueblo.
Esta condición de “municipio de la esperanza” también fue recibida sin mucho entusiasmo en Tepache. Su presidente municipal, Carmen Figueroa Velarde, encuentra en ese anuncio un efecto contraproducente: “Muchos dijeron ‘ya se nos acabó el problema, ya podemos salir y hacer nuestras fiestas y no es así. Creo que estar en los ‘municipios de la esperanza’ es una distinción pero no podemos bajar la guardia”.
El alcalde ha percibido en los últimos días que los habitantes de Tepache se sienten confiados y que todo el trabajo previo de concientización comienza a perderse. Por ese y otros motivos han decidido mantener el filtro de la entrada. “Lo mantenemos porque tenemos una carretera que es de paso”, explica. Por un lado conectan con Sahuaripa y los municipios del sur, además de que tienen “muy cerca” a Nacozari, localidad que ha presentado nuevos casos. “Esto no se acabó”, enfatiza.
Al norte de Tepache, a unos 15 kilómetros, está Divisaderos. Esta población ya no recibe a sus visitantes con un puesto de control. Lo retiró hace una semana. Es casi mediodía y aquí nada indica que se volvió a la normalidad. A esta hora, no hay nada ni nadie en las calles, excepto el único policía municipal que dedica su tiempo a regar el escaso zacate de la plaza central. Justo enfrente, desde el edificio del Ayuntamiento, salen voces de mujeres, son trabajadoras que platican entre ellas. El resto del pueblo está envuelto en silencio.
Si observamos el mapa de Sonora, los llamados “municipios de la esperanza” están ubicados en su mayoría en la región serrana. Aquí sus habitantes solo conocen las consecuencias del coronavirus por lo que han visto en televisión o en las redes. No obstante, esta pandemia sigue siendo vista como una amenaza, como un enemigo invisible que puede llegar en cualquier momento. Un virus que no avisa, que no pide permiso. Por eso no bajan la guardia.
Tras dos meses sin registrar ningún caso positivo hay esperanza, sí, pero como dice la Secretaria de Granados, María Durazo, “esto llegó para quedarse”. ¿Qué vendrá después después de esto? ¿Como será esa llamada ‘nueva normalidad’ en estos pueblos? No hay manera de saberlo pero María ofrece una pista: “esto nos ha hecho ser más conscientes de cómo algo tan chiquito e invisible puede perjudicarnos de la manera que lo está siendo el Covid-19”. Esa conciencia de fragilidad es quizá uno de los rasgos más claros que está dejando esta pandemia. También en los pueblos “de la esperanza”.